Los tranvías empezaron a circular por Europa en el último tercio del XIX; leo también que en Zaragoza, la primera línea se inauguró en octubre de 1885; fue la llamada línea del Bajo Aragón que iba desde la plaza España (entonces plaza de la Constitución) hasta la estación ferroviaria de Val de Zafán. Hay quién asegura que alguna de las numerosas líneas que llegaron a establecerse en nuestra ciudad, como la del barrio de las Fuentes, entraron en servicio antes de que existiera una clientela adecuada a la inversión tranviaria porque la urbanización y las casas, se emprendieron luego.

Como en tantas otras poblaciones españolas, el tranvía entró en una decadencia que parecía definitiva, allá por los años sesenta, y de Zaragoza desaparecieron el 23 de enero de 1976, aparentemente para siempre, pero no fue así, algo que casi predijeron en su día los propios informes municipales de Tráfico y Transporte, partidarios de mantener las líneas si bien modernizándolas. Los inicios de este siglo trajeron consigo el renacimiento de este medio de transporte, dotado ahora con recursos técnicos que favorecen el progreso deseado sin olvidar, por supuesto, que nunca hay progreso sin inconvenientes y que siempre habrá problemas por resolver.

Ahora, el restablecimiento de los tranvías tiene pendiente de resolver asuntos serios, como los que suscita perennemente su convivencia circulatoria (actualmente algo privilegiados) con taxis, autobuses, demás vehículos y sufridos peatones. En el centro de la capital hay veces en que, aun disponiendo de pasos de peatones, no hay modo de usarlos porque se adelantaron tres o más autobuses en posición de firmes, que hacen inútil el color verde para los peatones; además, hay paseos que es recomendable cruzarlos "en cómodos plazos" si se quiere tener la seguridad de sobrevivir en la otra orilla.

Sin olvidar alguna tragedia que recuerdo de su anterior etapa histórica, los tranvías conllevaron en toda España una literatura bienhumorada en la que escritores como Wenceslao Fernández Flórez, dejaron testimonios de sus ocurrentes plumas acerca de las cosas que sucedían en aquellos carros urbanos que se movieron inicialmente con motores de sangre (las mulas) y luego, con energía eléctrica, discurriendo rutinariamente y sin exceso de velocidad bajo el orden posible: el cobrador debía moverse de la plataforma trasera a la delantera reclamando el billete a cada viajero, salvo a los que viajaban colgados de algún punto solvente de la parte exterior del gran vehículo, que no estaban exentos de pagar pero que eran inaccesibles a cualquier intento de cobro; los más habituales de ellos incluso se saludaban con el cobrador y este les respondía, sin pasar de ahí.

Fernández Flórez al que uno sigue leyendo a ratos, consideraba extraordinarios los viajes en tranvía, calificándolos de "gran aventura" y contaba el suceso de una señora que perdió contacto con su hijo en el asalto de la última parada y gritaba para que se lo subieran, hasta el punto de que un caballero, jugándose la estabilidad y casi la vida, cogió a un arrapiezo por los pelos y lo depositó en el regazo de la reclamante que en vez de dar las gracias, gritó más fuerte aún que aquello que le daban no era su hijo, que su hijo solo tenía quince meses y que el que le daban ya no cumpliría los nueve años. "Mejor para usted señora, replicaba otro viajero, que le cambiaron a su retoño por otro que ya está casi criado; peor hubiera sido que se fuera usted sin ninguno".

Tras la guerra civil (más bien incivil), la economía nacional no estaba para ocuparse mucho de los tranvías. En Madrid, cuando había fútbol, los tranvías que venían de Chamartín por la Castellana ofrecían la apariencia de una masa humana envolviendo a un vagón apenas perceptible, que se movía quejumbrosamente, dejando ver tan solo su trole y un poco del frente delantero donde iba el conductor rodeado de brazos y manos ajenas.

Aquellos eran tiempos de censura pero también lo fueron de un humor incontenible; la ciudadanía necesitaba y necesita reír casi tanto como respirar y como la parte más débil de los poderes públicos eran los municipales y los tranvías dependían de los ayuntamientos, estos fueron víctimas propiciatorias de aquel humor; por unas u otras razones, quiera Dios que aprendamos todos a reírnos de los comunes defectos para soportar mejor los propios.