Entre unos curas que pretenden convertir la religión en política y unos cargos públicos que quieren hacer religión de la política, Aragón lleva camino de quedarse sin los bienes de la Franja y Cataluña de acuñar, ya sin ambages, el sello de la insolidaridad y el exclusivismo respecto del resto de las comunidades autónomas. La crisis de los bienes de la Franja ha tomado en una semana, a raíz de la decisión del Parlament catalán de blindar el regreso de las obras a sus parroquias de origen, un cariz inesperado y peligroso. Inesperado porque resulta inaudito, grave y provocador que una cámara de representantes se salte la ley a la torera y, encima, haga ostentación de su desobediencia dando cobertura a un obispo rebelde. Peligroso porque la pésima resolución de un conflicto privado lleva camino de convertirse en un elemento de confrontación entre dos regiones que comparten buena parte de su historia y que muestran lazos sociales, económicos y hasta afectivos muy arraigados.

EL MOMENTO ES es delicado por cuanto coloca a todos los actores en conflicto --obispados, parlamentos y gobiernos de ambas comunidades-- en un callejón sin aparente salida. En el análisis de la situación conviene no olvidar la mayor: la razón y la justicia están del lado aragonés, pero las obras siguen en Cataluña. La afrenta del obispo de Lérida, el ultracatalanista Francisco Javier Ciuraneta, y la insólita cobertura institucional que ha conseguido en río revuelto --la ruptura del tripartito catalán es clave para entender lo que ha ocurrido--, han colocado a Cataluña en el abismo del egoísmo. La reacción del siempre prudente presidente aragonés, Marcelino Iglesias, fue incluso más dura de lo esperado, con afirmaciones muy claras al respecto ante los medios de la comunidad vecina, y poniéndose al frente de los partidos aragoneses para hacer un verdadero frente común. Pero aquí viene cuando la liamos en nuestra propia casa, pues unas horas después de pactar las primeras medidas de presión razonables, el consenso inicial saltó por los aires. Una cosa es evidenciar el malestar aragonés apartándonos de la Eurorregión de Maragall, o instando al Vaticano y al Gobierno central a interceder en la rápida resolución del litigio, y otra bien distinta convocar una manifestación en las calles. Ahora va a resultar que el asunto no fue digno ni de mención en la reciente celebración del Día de Aragón y ahora, por conveniencia electoral, tenemos que animar a la gente a salir a la calle.

Tal y como están las cosas, la propuesta del presidente del PAR y vicepresidente del Gobierno autónomo, José Ángel Biel, resulta descabellada. Una protesta por este conflicto y en este momento alentaría un sentimiento anticatalán exacerbado e inoportuno. El líder aragonesista habría jugado la ficha de la protesta en la calle consciente de que su formación sería la que podría obtener más réditos por cuanto el resto de partidos, salvo la excepción de CHA, son rehenes de sus homólogos catalanes. Conviene no olvidar que la moción del Parlament catalán se aprobó por la unanimidad de las fuerzas políticas, y sería difícil de entender que PSOE o PP, incluso IU, alentaran una concentración de repulsa.

Además, introducir la clave preelectoral en este punto del conflicto, como ha hecho el vicepresidente con sus declaraciones, no arreglará el asunto. El blindaje catalán, con una posible disolución de su Parlament en ciernes, no va a variar y, por lo tanto la frustración de quienes salieran a la calle estaría garantizada. Acaso la manifestación haya que convocarla más adelante, pero éste, desde luego, no parece el momento. Sin olvidar que la necesaria unidad de acción de los partidos y fuerzas sociales aragonesas representa la única manera de consolidar un mensaje en el ámbito nacional. Aparecer divididos supondría restarnos capacidad.

DESDE ESE PUNTO de vista, la forma más rápida y fácil de salir de este laberinto judicial, religioso y político la tienen el Vaticano y el Gobierno central. Los acuerdos Estado-Iglesia reconocen la legitimidad de la ley vaticana para resolver conflictos judiciales que afecten a cuestiones de titularidad, propiedad o custodia como las que nos ocupan. Por tanto, el descrédito en este caso no afecta exclusivamente a la actitud catalana, por más que la califiquemos de auténtica provocación. Es un problema del Estado, de la legitimidad de los poderes públicos y de quienes tienen que hacer que el imperio de la ley no se resquebraje por la insolidaridad y la cara dura de una minoría. Rodríguez Zapatero y su Gobierno no pueden mirar para otro lado en este litigio, y han de emplearse a fondo para conminar al Vaticano. Y Roma debe ser consecuente con la triste imagen que provoca la obstinación de un obispo que, lejos de someterse a unas normas, se dibuja como un líder espiritual populista y díscolo, alejado del sentido común y que confunde razón y sentimiento sin que a sus superiores parezca importarles un bledo.

Los aragoneses han dado muestras de sobrada paciencia y de comprensión con la resolución de un conflicto de cuya complejidad nunca se ha dudado. No tiremos por la borda ese capital acumulado. La firmeza en la posición debe mantenerse, pensando en otras fórmulas para apoyar en la búsqueda de una luz en este túnel, alguna de ellas también judicial. Pero no caigamos en el juego de convertir este problema en un enfrentamiento radical con Cataluña ni de que se añada a la estrategia electoral de los partidos en busca de réditos ante la cita del 2007. Lo importante es que los bienes vuelvan, y no de probar a ver quién grita más alto.

jarmengol@aragon.elperiodico.com