Tal noche como hoy, hace 30 años, los zaragozanos se iban a dormir sin sospechar que la tranquilidad de la mañana iba a ser rota por la explosión de un coche bomba aparcado por ETA ante la casa cuartel de la avenida Cataluña. Una deflagración que derrumbó gran parte del recinto y costó la vida a once personas, cinco de ellas niños de corta edad, y dejó otros 73 heridos. Fue el tercer atentado más cruento de la banda terrorista, tras la masacre del Hipercor de Barcelona y el ataque a un autobús de la Guardia Civil en Madrid, con 21 y 12 muertos, respectivamente. Causó una honda conmoción en una capital aragonesa que no hacía ni un año que había sido ya sacudida por otro atentado, el de San Juan de los Panetes, con dos víctimas mortales y una cuarentena de lesionados.

Por aquel entonces, los asesinatos protagonizados por ETA eran relativamente frecuentes, pero quizá por el hecho de que en este muriesen niños, sin que a los terroristas les importase que viviesen en el acuartelamiento, generó más rabia de lo acostumbrado. Un sentimiento y un recuerdo que, para las víctimas, sigue tan vivo como aquella mañana del 11 de diciembre de 1987.

Treinta años después, aún sigue sin ser juzgado por estos hechos el supuesto inductor de los mismos, Josu Urrutikoetxea Bengoetxea, Josu Ternera, en paradero desconocido desde que fuera imputado, tras su liberación. A lo largo de los últimos aniversarios se ha venido publicando que el CNI estrechaba el cerco contra él, e incluso había fotografías suyas en el sur de Francia. Pero el hecho es que sigue sin ser arrestado. Los autores materiales y dos de los jefes de ETA en aquel entonces, Joseba Arregi Erostarbe, Fiti, y Francisco Mugika Garmendia, Pakito, sí cumplen condena.

Los hechos, tal y como los vivieron las víctimas y quedaron acreditados en los tribunales, ocurrieron en torno a las 6.00 horas del 11 de diciembre. La explosión se puede situar a las 6.13, según la hora a la que se despierta cada año una de las víctimas, que ese día cumplía 5 años.

El comando francés itinerante formado por los hermanos Henri y Jean Parot, Frederic Haramboure y Jacques Esnal habían estado ya vigilando el acuartelamiento, que consideraron un objetivo apropiado por su escasa vigilancia. Las advertencias que hicieron a la cúpula, integrada por el llamado colectivo Artapalo, de que había niños viviendo en la instalación, no solo fueron desoídas sino que les respondieron que adelante, «caiga quien caiga».

AMENAZA

La prensa de la época había publicado no hacía mucho que la banda terrorista preparaba un ataque a la Guardia Civil en la capital aragonesa, y ese mismo día el extinto diario El Día abría con una información sobre seguimientos a altos cargos militares. Los agentes que vivían allí coinciden en que no había alerta específica, aunque la inquietud era permanente en aquellos años, como en cualquier instalación de las fuerzas de seguridad y armadas.

Sea como fuere, el hecho es que los terroristas, tras la orden de Pakito, con la aquiescencia de Fiti y con la presunta instigación de Josu Ternera, llegaron a la capital aragonesa para recoger dos coches robados previamente por otro comando de la banda. El Renault-11 lo prepararon con 250 kilos de amonal y tres bombonas de acero cortadas, y Henri Parot lo aparcó en la calle junto al cuartel y accionó el mecanismo de ignición, que la banda probaba en este atentado. Tras ello, salieron huyendo en un Peugeot 205.

Pascual Grasa, el guardia civil que más cerca estaba de donde estacionó, le advirtió que allí no se podía aparcar, pero en pocos segundos se dio cuenta de que aquello no era un estacionamiento inadvertido, cuando del coche comenzó a salir humo y el conductor salió corriendo hasta la esquina de la calle para saltar a un coche que le esperaba con la puerta trasera abierta, y al que se tiró en marcha.

Poco pudo hacer el agente para evitar la inmediata explosión, que causó la muerte inmediata de un sargento, su esposa y su hija de 7 años; un cabo y su hija, de 6; un guardia civil, su mujer y su hija, de 12 años; dos gemelas de 4 años y un joven de 17.

Además de ellos, los equipos de emergencias y sanitarios (Bomberos de Zaragoza y Cruz Roja) que rápidamente se desplegaron en el lugar tuvieron que auxiliar a 73 heridos, entre un caos de escombros y autoridades (por entonces Hipólito Gómez de las Roces, como presidente de la DGA, Antonio González Triviño como alcalde y el gobernador civil -delegado del Gobierno en Aragón- Ángel Luis Serrano) que comenzaban a llegar al derruido recinto.

Los funerales en la basílica del Pilar al día siguiente congregaron a una gran multitud de zaragozanos en solidaridad con las víctimas y contaron con la presencia de los ministros de Defensa e Interior, Narcís Serra y José Barrionuevo. Los que los presenciaron coinciden en la desgarradora imagen de los cinco pequeños ataúdes blancos. Al día siguiente, más de 250.000 personas se manifestaban por las calles de Zaragoza.

Nada de esto se les borra de la memoria a las víctimas, que en tiempos de ETA derrotada y desterrada de la información cotidiana, reclaman que no se les olvide. Ni a ellos ni a la barbarie de la que fueron involuntarios protagonistas.