Durante toda esta semana el noticiario español nos ha ido sumiendo más y más en un mundo complejo y cerrado, un universo claustrofóbico por el que deambulan mal que bien políticos y periodistas, pero en el que los ciudadanos de a pie se sienten cada vez más fuera de lugar. Seguir los debates sobre los derrumbes en el barrio El Carmelo o sobre las primeras conclusiones de la Comisión que investigó el 11-M sólo está ya a la altura de los iniciados. Los titulares de los grandes medios de comunicación son cartas cifradas cuya comprensión real queda restringida a los propietarios de los códigos. Así, explicar el significado de las sucesivas trampas verbales trenzadas en paralelo por los supuestos líderes catalanes, Maragall, Mas, Carod Rovira o Piqué, exije verdaderas piruetas en el circo del metalenguaje. Y la gente del común, claro, no entiende nada.

Los dirigentes políticos se mueren por los mensajes simples pero contundentes, y confían en que una relación privilegiada con los medios les permitirán construir ese universo de palabras e imágenes (pocas, aunque efectivas) que les atraíga la atención y el apoyo de unos votantes a los que se supone inmersos en la virtualidad. De esta circunstancia, y de la obsesiva tendencia de los partidos a encerrar el pensamiento y la acción en los vericuetos de su particular intramundo, ha surgido el creciente divorcio entre los discursos institucionales y los intereses de la calle. Ni los políticos poseen ya terminales sociales y contactos directos que les ayuden a conectar con la ciudadanía; ni la ciudadanía se identifica con los políticos y confía en ellos.

El caso es que nuestro sistema, que ha acreditado ser el mejor posible, necesita de los partidos, de los políticos profesionales y de un esquema operativo que incluye a los medios de comunicación de masas y otros factores complejos. Sólo que las cosas, como el lenguaje, debieran ser un poco más auténticas, más acordes con la realidad. ¿No les parece?