Todo apunta a que, por ahora, la polémica por los toros no va a llegar a Aragón.

En Cataluña, la prohibición o veto parlamentario a los espectáculos taurinos ha acabado como el rosario de la aurora, con serios enfrentamientos entre aficionados y detractores de la fiesta y sus encierros. En cuanto el PP entre en la Generalitat, las corridas regresarán a la capital condal, pero, hasta entonces (y también, me temo, después), el debate continuará abierto.

España sigue siendo el único país occidental que constantememte se interroga acerca de sus señas de identidad; o, simplemente, por su identidad. La vieja piel de toro, ahora desgarrada, nunca sabe a ciencia cierta si es monárquica o republicana, autonomista o centralista, socialista o conservadora, taurina o antitaurina, ecológica o nuclear. Por eso, sus altas instancias siempre están legislando sobre enmiendas anteriores o evacuando informes como el que la Real Academia de la Historia encargó a Gaspar Melchor de Jovellanos a propósito de la prohibición, por parte de Carlos III, de los espectáculos taurinos en la España dieciochesca.

La editorial Reino de Cordelia acaba de publicar Toros, verbenas y otras fiestas populares, del mencionado y erudito ilustrado. Jovellanos descubrió fuentes históricas, partidas y fueros según los que, ya en el remoto siglo XIII, se regulaba la "lucha de toros" en ciudades como Toro o Zamora. En principio, fueron los villanos los que se divertían enfrentándose a los astados, pero nobles como el conde de Buelna se apuntaron muy pronto para deslumbrar a sus cortes y a monarcas como Enrique III. Sin embargo, a parte de la población le parecían torneos bárbaros. Gonzalo Fernández de Oviedo ponderó el horror con que Isabel la Católica asistió a uno de esos festejos en Medina del Campo. La reina quiso prohibirlos, pero sus defensores la convencieron con el ardid de envainar los cuernos para evitar heridas mortales. Después aparecieron las plazas "y una especie de hombres arrojados que, adoctrinados por la experiencia y el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa".

Jovellanos concluía que "la lucha de toros no había sido jamás una diversión ni cotidiana ni muy frecuentada ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias --añadía-- no se conoció jamás; y en otras se circunscribió a las capitales". Hoy, sería un antitaurino.