En aquellos opacos años de la posguerra turolense, la principal habilidad que nos exigían a los niños era la de confeccionar banderitas de papel de seda.

Las banderas eran españolas, por supuesto, y la utilidad era múltiple, pero siempre con un destino que rozaba la gloria patriótica. Cuando se anunciaba la visita de cualquier prohombre a la localidad, se detenían todos los trabajos escolares y durante quince días al menos, los colegiales entrábamos en un curso acelerado de patriotismo, que incluía el repaso a los vigorosos himnos (el Cara al sol, especialmente), el enérgico saludo con el brazo en alto, el grito varonil, y el entusiasta aireo de las banderitas de papel sujetas a una caña del río.

Nos visitó el obispo en Alloza, que llegó en automóvil. Su cita estaba prevista a las 10 de la mañana y a las ocho ya estábamos todos formados en las calles de tierra del pueblo, con la incorporación de tambores y cornetas de la próxima Andorra, como estrellas invitadas. Todos en perfecto silencio, y con el estómago vacío; el obispo llegaba precisamente a confirmarnos y ello conllevaba la consiguiente comunión. Vestidos con nuestras mejores y únicas galas domingueras, cuando ya el desfallecimiento nos recostaba contra la pared, hacía entrada el vicario sonriente y satisfecho.

Galanes de película

El siguiente recuerdo imborrable me lo marcó el señor gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, don Marcos Peña. Llegaba a Alloza a inaugurar la fuente del Calvario, un recinto precioso, acondicionado por el pueblo con agua corriente y surtidores con el chorrito en la boca de una rana. El camarada gobernador arribó al pueblo en un magnífico haiga, y lo recuerdo espigado y alto, muy galán de película americana. En aquella época, todos los que mandaban algo siempre nos sonreían... Fue una jornada marcada por los sones folclóricos, los vivas, los aplausos y las cestas con melocotones que se le entregaban al señor gobernador. Y por supuesto, con el ondear de banderitas de papel de seda...

Pero mi verdadera consagración como niño abanderado sucedió en 1953, en un junio extrañamente caluroso. El jefe del estado, el caudillo Franco, había anunciado su visita a la mina Oportuna. La comarca se puso en marcha un mes antes preparando todos los actos protocolarios, entre los que brillarían la presencia de niños con sus banderitas españolas.

Todos los hombres de la contornada tenían obligación ese día de reunirse en Andorra en las proximidades de la estación del ferrocarril que llevaba el carbón hasta Escatrón. Todos irían uniformados con camisa azul.

Parece ser que el caudillo llegaría a mediodía, pero como siempre, el personal debería estar acampado tres horas antes, donde se le sometería al recordatorio de los signos más patrióticos: cantos, vivas y loas al generalísimo. Yo fui de la mano de mi padre hasta esa cita. Un niño que desconocía quién era el visitante, pero cuya figura me sonaba ligeramente por la constante presencia del caballero en el No-Do que veíamos todos los domingos en el cine Español de nuestro pueblo.

Madrugué a las cinco de la mañana para estar en perfecto estado de revisión; la noche anterior había sufrido un profundo repaso a piernas y sobacos con estropajo y saborina Soro. Llevé no una bandera, sino dos, para garantizar cualquier imprevisto.

A mediodía hizo entrada la máquina a vapor adornada con colores nacionales. Del ferrocarril bajaron una muchedumbre de uniformes y trajes con corbata. Y finalmente hizo su aparición el caudillo entre vítores histéricos. Lo vi desde lejos y lo reconocí por su semblante hierático y severo. Algo me llamó la atención y así se lo cuchicheé a mi padre: "Papa, es muy pequeño". Me dio un golpe en la cabeza. Fue la primera hostia que me gané en mi vida.