Purito Rodríguez rueda tranquilo en este Tour. A cola de pelotón, donde él se sitúa, se habla más y se puede preguntar. "Oye --cuestionaba ayer el corredor a sus compañeros--, ¿queda algún especialista de la París-Roubaix que haya recorrido la carrera con lluvia?". "Lo he preguntado, lo busco y no lo encuentro", añadía Purito. Y lo hacía por curiosidad, porque él, hoy, en uno de los días claves del Tour --quizá tanto o más que las grandes jornadas de montaña en los Alpes o los Pirineos--, se desentenderá de la batalla sobre los adoquines.

¿Y cómo son los adoquines? Cerca de Roubaix, entre la frontera belga y Lille, antiguas calzadas preparadas para los desaparecidos carros de bueyes, sobreviven a la tecnología y no han sido asfaltadas de nuevo, solo, tan solo, porque son un monumento para el ciclismo, porque cada mes de abril, en domingo, unos locos, que andan en bici, se lanzan sobre las rugosas piedras, a más de 30 kilómetros por hora, en busca, ¿de qué? de un adoquín, el premio que se lleva, como si de una copa se tratara, el vencedor de la París-Roubaix, de El infierno del Norte.

De vez en cuando, el Tour obsequia a los ciclistas con un paseo por las antipáticas piedras. Y toca este año, nada menos que 15,4 kilómetros de martirio, repartidos en nueve sectores, el primero, alrededor del famoso Carrefour de l'Arbre. Zonas que se cuidan y que se restauran por amor al ciclismo. Los adoquines están separados entre sí, con tierra y plantas entre medio, donde se cuela la rueda, donde patinarán los tubulares si finalmente llueve, donde el impacto con el suelo, en caso de caída, es una llave hacia la retirada y donde las bicis rebotan, duele el culo y las muñecas, sobre todo si están dañadas como le sucederá a Froome, víctima del accidente de ayer, y al que se considera, entre las figuras, la menos diestra en el arte de las piedras. Contador ha ensayado material y técnica dos veces. Hoy empleará una bicicleta especial con distinta geometría.