En un mitin reciente en Arizona, Donald Trump se felicitó por el aparente éxito de su política disuasoria hacia Corea del Norte. Unas semanas antes había amenazado con lanzar una lluvia de «furia y fuego» contra el régimen de Kim Jung-un si se atreve a poner en peligro la seguridad de EEUU y, en la resaca de aquellas declaraciones, la retórica norcoreana amainó y los ensayos con misiles se detuvieron. «Están empezando a respetarnos», dijo Trump orgulloso. Fue un espejismo, porque Pionyang disparó el lunes (noche del lunes al martes en España) un misil de medio alcance.

En la Casa Blanca, el problema de Corea del Norte no es nuevo. Desde los años 90, todos sus presidentes han recurrido a distintas estrategias para intentar desarmar a la dinastía Kim con fórmulas que han ido de las sanciones a la ayuda económica. Bill Clinton transfirió miles de toneladas de petróleo al régimen y le prometió 4.000 millones de dólares para construir un reactor civil a cambio de que renunciara a su programa nuclear. Bush lo incluyó en su «eje del mal» y optó primero por las sanciones, pero después de que Pionyang respondiera retirándose del Tratado de No Proliferación Nuclear trató de negociar y acabó regalándole ayuda humanitaria a cambio de un desarme que no llegó.

Nada funcionó. Tampoco la «paciencia estratégica» de Obama, una apuesta por contener al régimen a base de sanciones y ciberespionaje. El demócrata acabó convenciéndose de que había que negociar, aunque no dudó en amenazar con «todo el poder militar de EEUU» cuando vio que le daban largas y que el relevo en Corea del Norte solo trajo más ensayos nucleares.

Con Trump en el poder, la tensión ha vuelto a alcanzar cotas alarmantes. Sus bravuconadas en Twitter buscan aparentemente la disuasión, pero con el pirómano de Kim Jong-un al otro lado solo han logrado poner en marcha una escalada de consecuencias imprevisibles. El dictador de los zapatos con alzas parece haber encontrado en el neoyorquino una suerte de alter ego. Los dos son muy impulsivos y volubles, susceptibles y ególatras, tendentes a los faroles y el lenguaje flamígero, un cóctel explosivo cuando se trata de los líderes de dos potencias nucleares. «Las soluciones militares están ya listas, preparadas y cargadas en caso de que Corea del Norte actúe de forma imprudente», escribió el estadounidense en las redes el 11 de agosto.

Desde entonces, su Administración se ha dedicado a desmentirle. El secretario de Estado, Rex Tillerson, y el de Defensa, James Mattis, escribieron esta semana en el Wall Street Journal que su país «no tiene interés en un cambio de régimen o en una reunificación acelerada de la península» y está «dispuesto a negociar». Otros han dicho que la opción militar no es realista porque el coste para Seúl y Tokio, donde Washington tiene decenas de miles de soldados, sería devastador.

Pero Trump es imprevisible y muy débil internamente. No sería el primer presidente en utilizar la guerra como cortina de humo para desviar la atención y ganarse el apoyo popular. Entre tanto, los riesgos de un error de cálculo siguen aumentando. «El peligro de la pugna actual es que la psicología de los dos protagonistas, líderes con grandes egos, muy susceptibles y partidarios de las soluciones maximalistas, lleve a alguno de ellos a tensar demasiado la cuerda», escribió en Newsweek el profesor de la Universidad de Cambridge John Nilsson-Wright.