La fatídica noche del 25 de febrero en Málaga se podrían haber contado con los dedos de una mano los zaragocistas capaces de asegurar que su equipo se iba a salvar a final de temporada. Andaba entonces el ambiente más que revuelto. Era un funeral el vestuario, pura indignación la calle, por no hablar del entrenador, que estalló en la sala de prensa de La Rosaleda: "Siento vergüenza, vergüenza", dijo, en aquella comparecencia en la que no admitió preguntas. Aquel día el Real Zaragoza saltó por los aires. Era último clasificado, a 12 puntos del decimoséptimo, el primer puesto de salvación. Y lo peor, era ruina, decadencia, miseria.

Nadie creía en aquel equipo, ni siquiera sus jugadores, que confesaban sentirse con pie y medio en Segunda. Por decencia, y por no faltar a las matemáticas, no significaban la defunción pública, aunque así lo creyesen. En la calle igual, pese a que ahora saldrán muchas voces a afirmar eso tan español de "yo ya lo dije". Fue aún peor una semana después, en aquel domingo por la mañana en que la hinchada, harta de estar harta, se marchó a su casa en el minuto 33 de la segunda parte tras cumplir fielmente con la agapitada. Medio minuto después, cosas de la vida, Luis García enganchaba un balón en la frontal y el Zaragoza empataba. Algunos corrieron de vuelta al estadio.

¿Era fe? Quizá. Más la fuerza del corazón, que les arrastraba hacia su santuario para honrar otra vez el escudo del león. Tuvieron tiempo de ver a Abraham dar el primer paso de este prodigio llamado Real Zaragoza, un fenómeno, un portento, un caso digno de estudio que va camino de conseguir la mayor remontada en la historia de la Liga. Nadie, jamás, consiguió elevarse con tanta fuerza después de estar tan lejos de la redención.

Estar en La Romareda ayer era creer. Atronó el 'Sí, se puede', inolvidable eslogan del 2012. Nadie, absolutamente nadie, pensaba que el Zaragoza no iba a ganar. Así que la hinchada estiró de su equipo como nunca, como siempre. Aun así, sufrió hasta la prolongación, consciente de que un gol en otro estadio podía torcerlo todo. 36 minutos de la primera mitad estuvo en Segunda División, después de ese gol tempranero de Jara. Solo el ratito que mandó el Sevilla ante el Rayo estuvo vivo, por decirlo así. Al descanso, con otro gol sevillista, llegó entero pero tocado.

Quedaba lo peor, la angustia del gol que faltaba. Y lo mejor. En un guión impecable, asombroso, mágico... pongan lo que quieran, se fue alineando la noche celestial. El Sevilla comenzó a golear pronto, un problema menos. Anotó Lafita, con revolcón en las gradas. Ronaldo provocó el desgarro laríngeo colectivo que dejaba el milagro a tiro. ¿Faltaba algo más? ¿Qué quieren? Un gol del Valencia en el descuento. Pues toma, gol de Jonas. ¿Y? Y otro del Madrid, ya que estamos. Allá va. ¿Qué es esto? La jornada perfecta, el éxtasis que anuncia el milagro. Sí, sí. Esto es, será un milagro.