El vasto prado se contagia del recogimiento que requiere el momento. El viento se detiene, los periodistas bajan la voz; la silencian. Solo el clic de las fotos rasga la quietud. Acaban de llegar cerca de 200 familiares de los pasajeros del avión de Germanwings. Ponen pie en tierra en Le Vernet, en los Alpes franceses. Tienen delante una montaña que no es cualquier montaña porque justo detrás yacen los suyos. Ellos están en el lado de la vida, aunque dolorosa. Sus seres queridos, en el de la tragedia y la tortuosa labor de rescate de cuerpos.

Participan de un acto elegante, bien tramado, cuyo objetivo es quemar una nueva etapa del duelo. Han venido a despedirse, pero para algunos no es más que un hasta pronto. Muchos coinciden en que volverán, seguramente en verano, cuando los medios estén por otras cosas, cuando nadie les guíe. Descienden de los autocares y todavía en el asfalto les esperan las autoridades locales, incluido el secretario de Estado de Fomento, Julio Gómez-Pomar, y la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega. El pésame se da uno a uno, sin escatimar un solo "lo siento". Andares lentos, pero seguros.

A pocos metros, en un campo en ligera pendiente, espera una escenografía pensada para el recuerdo, pero sobre todo para el homenaje. Banderas de los países que han perdido a compatriotas. Agua. Unas mantas. Y un monolito con una inscripción en francés, alemán, inglés y español que rinde tributo a la memoria de los fallecidos en tan desgraciado siniestro. La placa se queda