La España vacía está a tiro de AVE. En la línea de Madrid, en cuanto el tren vira suave pero decididamente hacia el sur, en Bárboles, y deja atrás Zaragoza y el valle del Ebro, se empieza a entrar en ella. Basta seguir el curso del Jalón, entre el verdor de la huerta y la aridez de las primeras estribaciones de la Ibérica, para empezar a perder de vista a la gente, las fábricas, las áreas comerciales, los nudos de carreteras.

Con todo, las tierras de Valdejalón y Calatayud que atraviesa el convoy, no son todavía la España dura del interior de la península. El viajero aún divisa, fugazmente, poblaciones que dejan una rápida impresión de movimiento y prosperidad. Porque lo que tiene el AVE es que, a casi 300 kilómetros por hora, todo se percibe un instante. Su filosofía es que lo que importa es llegar lo antes posible del punto A al punto B. Y lo que se encuentra en medio cae fulminado por la misma velocidad.

Aun así, aunque en rápidos flashes, da tiempo a ver la España vaciada. Una vertiginosa sucesión de paisajes que cambian cada 50 o 60 kilómetros. Sierras cubiertas de árboles que alternan con montañas resecas y desnudas. Carrascales, dehesas, planicies agrícolas en las que, con suerte, a lo mejor se divisa un tractor laborando la tierra a lo lejos. Tejados agrupados a los pies de un castillo descalabrado, pueblecitos como adormilados entre los pliegues del terreno agreste. Desfiladeros que el AVE atraviesa raudo, impertérrito, por túneles y viaductos que pasan sobre estrechas carreteras que culebrean hacia algún lugar inconcreto.

Hay largos trechos donde el cereal apenas despunta, un mosaico verde y ocre de campos y más campos, a derecha e izquierda, por delante y por detrás, hasta perderse de vista.

El efecto es relajante para alguien de ciudad, representa quizá el triunfo de la naturaleza. Claro que, a veces, en esas grandes extensiones entre Zaragoza y la capital de España no hay ni rastro del ser humano. Los españoles estamos habituados a esas soledades del interior, pero ¿qué pensarán los extranjeros? A los franceses, a los ingleses, a los italianos, que vienen de países superpoblados, les debe de resultar más que chocante. Quizá vean como un lujo, como un recurso, esos grandes espacios de reserva.

Calatayud, Guadalajara, la parte trasera de Alcalá en el corredor del Henares... Escasa cosecha de ciudades para un trayecto de 300 kilómetros. Por eso la llegada a Madrid sorprende. Como si de un espejismo se tratara, se pasa de casi la nada a los muros afeados por grafitos y pintadas. A las llanuras silenciosas de La Alcarria les sustituyen las barriadas algo desangeladas de las afueras, con gente (ahora sí) haciendo deporte por los descampados, bloques de edificios cada vez más altos, vías férreas que se bifurcan, apartaderos, estaciones cuyos nombres se pueden ya distinguir porque el AVE reduce para entrar todo flamante en Atocha.