El estilo no se finge. Se tiene o no se tiene. Y mirando las motos de Carlos Doñate se descubre desde el primer vistazo que ahí existe algo especial. Cariño, esfuerzo y un respeto casi reverencial por la tradición motera. Su vida ha sido explosiva y ahora que ha apretado el freno se vuelca con lo que más le gusta hacer. Transformar vehículos en verdaderas joyas rodantes de las que llaman la atención.

El refugio de Doñate está en Montañana. Serpenteando entre caminos, ahora reverdecidos con los cereales de invierno, se llega a su rancho, adaptado como taller improvisado. Maderas, un pozo, postes para amarrar caballos (aunque los únicos animales no mecánicos que se divisen en la zona sean un par de gatos obedientes). Chasis de coches abandonado, herramientas. Hasta una limusina esperando que le ponga las manos encima.

Una rueda de patinete, una arandela de fabricación propia, una llanta de bicicleta y unos radios de Harley Davidson le sirven para dar forma a una chopper eléctrica. «Son todo materiales que tenía por ahí acumulados en el taller», dice como si tal cosa. Casi sin darle importancia al mototriciclo de manillar gigantesco que tiene aparcado en la entrada. Y señala que nada de lo que hace está pensado para llamar la atención. Sin embargo, la discreción no es su aliada. «No puedo evitar que me gusten las cosas que llamen la atención», bromea. Su propio aspecto lo demuestra. Igual que la decoración de su hogar, en la que un mueble clásico de madera se fusiona con piezas metálicas, muelles y cromados.

Doñate ha trabajado en sectores muy diferentes, pero desde que era pequeño se ha interesado por la mecánica. Todo lo que hace lo improvisa, pues no tiene formación reglada como tal. Eso le permite una libertad creativa que sorprende. Sus criaturas tienen algo gótico, a la vez tierno e inquietante, como sucede al ver una bici infantil con unas ruedas que no se corresponden con su tamaño. «Me he quitado muchas de las cosas que había por aquí, mi idea es parar un poco, pues he tenido etapas de mucha obsesión, ahora necesito estar tranquilo», alega con algo de resignación. «Empecé con 16 años, he visto mucho mundo, pero me apetece relajarme... me he pasado noches enteras metido en el taller», dice. En ocasiones se ha sentido esclavo de su propia afición.

PEDALES CON REMOLQUE

Ahora está trabajando en un vehículo a pedales con remolque que ya muestra algunos de los rasgos de su estilo. Se la cederá a un amigo que colabora en una asociación volcada con la limpieza de las orillas del Ebro. De esta forma, cuando pasee por los caminos podrá recoger los plásticos que vea tirados por el suelo y entre las hierbas. Y como con un poco de pericia puede hacer casi cualquier cosa está diseñando un apoyabrazos para sus colegas tatuadores, otra de sus pasiones. En su día trabajó en varios estudios del centro, pero también ha dejado atrás esa parte de su vida. Ahora sus diseños, de inspiración tribal, solo acaban en la piel de sus amistades.

El refugio de Montañana le ha permitido ver cómo da forma a unos trozos de tubo de escape. Siempre ha trabajado un poco por libre, sin formar parte central de los núcleos moteros. Tampoco se define como coleccionista, pues cada vez que acaba una pieza busca un reto diferente. No sabe cuál será el próximo. Y eso que le está dando vueltas.

La vieja limusina llena de polvo tiene muchas papeletas de convertirse en su próximo foco de atención. Dice que no tiene previsto gastar mucho tiempo en ella, pero ya se sabe cómo son las cosas. Se empieza y es difícil de parar. Lleva así desde los dieciséis años. Por el momento le ha cambiado las moquetas y quiere ponerla a punto para salir por Zaragoza a dar un poco el cante. «Cuando tiene algo delante y ves que no avanza lo mejor es cambiarlo por otra cosa», explica al precisar que ese coche le ha llegado a las manos tras ceder a su vez un Buick de 1954. Todo un estilo.