La asociación cultural Zaragoza Bonsái tiene su centro de operaciones en el barrio de Juslibol. La ciudad, a lo lejos, se aprecia como una miniatura. Algo que ya predispone a la reflexión. Los socios han invitado este fin de semana a un referente internacional en la materia, Luis Vila, llegado desde La Coruña. Le han llamado para que les oriente en un aspecto fundamental de su afición: la forma. «Es bueno compartir nuestra pasión con otras personas, el grupo lo hace todo más interesante», enfatiza.

El ambiente es distendido, pero los asuntos que se tratan en la cita son profundos. Cada uno de los bonsáis que repasan son una mezcla de tiempo y paciencia destinada a alcanzar la perfección. Un bonsái es más que una miniatura de un árbol, es la esencia de ese árbol, entrando en una reflexión filosófica que sosiega menos de lo que parece cuando se lleva a la práctica, según dicen. «Esta actividad es creativa, agradable y bastante relajante, aunque no tanto como se puede pensar desde fuera», reconoce Vila.

La afición al bonsái, desde fuera, puede llevar asociada la imagen mental de un jardín japonés, con sus rocas húmedas, sus recodos de arena blanca o los puentes sobre riachuelos. Todo mientras cantan alondras. Pero la realidad de su práctica se basa en los alicates y el alambre. Ahí reside uno de los secretos: en guiar con firmeza las ramas para que dibujen en el aire el árbol que contiene un esqueje plantado en una maceta. Doblar, retorcer, lijar. Lo que sea necesario para que un trozo de olivera se convierta en una olivera en sí misma (aunque en pequeño). Una práctica casi espiritual que tiene bien aprendida el presidente de la agrupación zaragozana, Vicente Sánchez.

Granado japonés

Una de las obras destacadas sobre las que han intervenido durante la jornada es un granado japonés, con un tronco recio, oscuro, en el que se parecían los avatares del tiempo. Sánchez se aficionó a los bonsáis cuando todavía no eran tan habituales como en la actualidad, a raíz (nunca mejor dicho) de una exposición que visitó en San Sebastián. Luego se fue metiendo en este mundo a través de los viveros, pues antes de las redes sociales no era fácil encontrar gente con la que compartir afición.

Algo así le pasó al tesorero José Luis Costa, que pudo conocer en Zaragoza estos árboles en una muestra sobre la colección de Felipe González, uno de los personajes que siempre se asocian a esta afición. Eso fue hace 40 años y desde entonces el perfil ha cambiado mucho, con la entrada de más mujeres (en la asociación ya son cerca de una decena de casi 80 inscritos) en un mundo que siempre ha sido sorprendentemente masculino.

«A la hora de trabajar un árbol no buscamos que se parezca a un bonsái, queremos que reproduzca cómo sería en la naturaleza», destaca el vicepresidente Sebastián Deiguesca al tiempo que reparte tarjetas de visita de la asociación de cuatro en cuatro. Al parecer, hicieron muchas y tampoco existen tantas oportunidades de entregarlas. Aunque eso sí, para este año tienen prevista su muestra bianual con las plantas de los socios (algunas trabajadas durante más de treinta años), al tiempo que anuncian nuevos talleres abiertos que sirven como jornada de puertas abiertas para difundir su labor.

El debate sobre los tamaños puede llevar a discusiones tan enconadas como la de los aristotélicos contra los tomistas (o del confucionismo contra el taoísmo). En general se acepta que un ejemplar mide entre 60 o 70 centímetros. Sin embargo, algunos troncos superan fácilmente el metro de altura sin que eso suponga una merma ontológica, como les sucedía a los parados de Tiempo después. Un buen ejemplo de estos bonsáis de buen porte es uno de los pinos silvestres que ha recuperado un socio. En una maceta de gran tamaño despliega portentoso su envergadura, domada por finos hilos de cobre.

«En el hacer bonsái lo más importante es el sonido de los pasos del cultivador cuando se acerca a su árbol», dijo una vez el reputado autor de estas miniaturas vegetales, Saburo Kato, Puede que tenga razón, observando alguna de las piezas sobre las que se afanan los aficionados. Uno de ellos lija con delicadeza las raíces de una sabina para realzar su tono rojizo. Las fibras se enredan en su lento crecimiento. El resultado final solo lo decidirá el tiempo.