La satisfacción por el deber cumplido es un sentimiento íntimo que surge después de haber realizado plenamente una tarea encomendada. Sin embargo, este sentimiento, pese a ser importante, no puede ser la única gratificación que los miembros de cualquier organización obtengan por el trabajo bien hecho. Las comparaciones entre colegas son inevitables, así que si el compañero que apenas cumple con sus obligaciones tiene la misma consideración salarial o de reconocimiento que quien ha trabajado satisfactoriamente, a la larga se genera una desmotivación de este último con la consiguiente merma en la productividad y en la calidad del trabajo. Para evitar esta decadencia, las instituciones comprometidas con sus objetivos contemplan incentivos para sus trabajadores, de modo que el trabajo bien hecho sea recompensado positivamente frente al que se desempeña displicente o insatisfactoriamente. Este proceder es, entre otros, el que lleva a las instituciones que lo practican a las mayores cotas de excelencia en su actividad.

La universidad no ha ser ajena a estas prácticas y debe aspirar a un desempeño sobresaliente tal y como nos requiere la sociedad a la que nos debemos. Para ello, es imprescindible reconocer a quienes más se esfuerzan, de modo que ello sirva de aliciente para trabajar con plenitud, no solo a quienes ya lo hacen, sino también al resto, convirtiéndose así en una herramienta tractora y motivadora para toda la institución.

Las dos tareas primordiales de un profesor en la universidad son la docente y la investigadora. Las dos son, además, obligatorias tal como recoge la Ley Orgánica de Universidades (LOU): «la investigación científica es fundamento esencial de la docencia y una herramienta primordial para el desarrollo social a través de la transferencia de sus resultados a la sociedad» (artículo 39.1 LOU). Por tanto, ambas tareas forman parte del compromiso adquirido con el sueldo que nos paga la sociedad.

No obstante, las estadísticas muestran que hay un porcentaje apreciable de profesores universitarios que no realizan su actividad investigadora o la realizan escasamente. De hecho, según estadísticas recientes, solamente un 43% de los profesores titulares y un 72% de los catedráticos de la Universidad de Zaragoza cuentan con evaluaciones positivas de todos los tramos de investigación que les corresponderían por su tiempo de servicio en la institución. En la práctica, sin embargo, esta anómala situación no cuenta con acciones que tiendan a corregirla ni en remuneración (en los complementos autonómicos se ha buscado deliberadamente el café para todos) ni en redistribución de encargo docente, donde el protocolo de medida denominado Dedica otorga un peso irrelevante a la investigación al ser excluyentes los méritos docentes que todo profesor posee y los investigadores que solo los acredita quien además investiga.

Una universidad que ambicione cumplir de forma íntegra y destacada con sus funciones debe poner los medios necesarios para que sus trabajadores se vean estimulados, comprometidos y desarrollen sus labores con la mayor eficacia y diligencia posibles. Ahora bien, para lograr estos objetivos surge la pregunta: ¿Cómo conocer el grado de calidad en el rendimiento de un profesor? Actualmente, la evaluación del rendimiento investigador se realiza en tramos de seis años, y la lleva a cabo una Agencia Nacional especializada (ANECA), con criterios específicos para las distintas áreas de conocimiento. Por lo que respecta a la evaluación de los méritos docentes, estos hoy son evaluados cada cinco años, por la propia universidad, en nuestro caso la de Zaragoza, quien, en lugar de disponer de evaluadores especializados como hace la ANECA para la labor investigadora, basa la evaluación fundamentalmente en las encuestas al alumnado, que aun siendo importantes, no deberían ser el único punto a considerar, ya que no contemplan evaluar otros aspectos de la labor docente, como los conocimientos que debe transmitir el profesor, etcétera y que escapan a la perspectiva del alumnado. Realizar una evaluación docente más completa potenciaría la importancia y consideración que merece la docencia. En definitiva, ¿por qué no realizar la evaluación de la docencia externamente y con parámetros más completos sobre el hecho docente?

En conclusión, es necesario que la universidad establezca a la mayor brevedad posible incentivos adecuados que cumplan realmente con su función de estímulo del rendimiento del profesorado. Estos incentivos deben estar encaminados a estimular tanto a los profesores ya consolidados como, sobre todo, a los más jóvenes. Quienes están iniciando su carrera académica están llamados a ser los pilares de la universidad de las próximas décadas, y se encuentran en un momento de impulso y entusiasmo científico que debe ser reconocido y apoyado. Alguna iniciativa piloto reciente, como el sexenio de transferencia orientado a reforzar la relación sociedad-universidad, ya ha acometido esta línea en la que se habrá de abundar y perseverar.

Al igual que para el profesorado, debe también definirse un conjunto de incentivos destinados a estimular y reconocer el desempeño del personal de administración y servicios. La multifacética realidad de la universidad, tanto en los perfiles del profesorado como en las tipologías de los servicios, hace que el diseño de estos estímulos haya de tener, además de elementos comunes, otros adaptados a cada realidad, de forma que este enfoque particularizado les haga más eficientes en lograr sus objetivos. En uno y en otro caso, la Universidad de Zaragoza no puede permitirse el lujo de no reconocer el trabajo bien hecho de sus trabajadores. De otra manera su desaliento perjudica directamente a la propia universidad y, en suma, a la sociedad a la que pertenece y se debe.