Juan José Omella (Cretas, Teruel, 1946) ya es presidente de la Conferencia Episcopal (CEE). El hombre que solía decir que solo quería ser cura de pueblo ha logrado escalar hasta la más alta cumbre de la Iglesia en España. Y lo ha hecho desde la sede, probablemente, más inesperada, la de Barcelona, en la que trabaja desde el 26 de diciembre del 2015, un mes después de ser nombrado por Francisco y dos años antes de que fuera creado cardenal (2017).

El turolense comenzó sus estudios eclesiásticos en el Seminario de Zaragoza, regido entonces por la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos. Y los completó en centros de los Padres Blancos (una sociedad misionera que inició la evangelización de África en el siglo XIX) en Lovaina y Jerusalén. El 20 de septiembre de 1970 recibió la ordenación sacerdotal.

Estuvo como coadjutor y párroco en Daroca y Calanda --a esa época pertenece la frase que atribuye a su madre: «Hijo, ¿no había nadie mejor?»-- y tras permanecer un año de misionero en Zaire, fue vicario episcopal en Zaragoza entre los años 1990 y 1996 y ese mismo año fue nombrado obispo auxiliar de Zaragoza, siendo arzobispo Elías Yanes.

Coincidió que en esa época, Yanes era presidente de la CEE y dado el tiempo que pasaba en Madrid, Omella era su hombre de confianza en la sede zaragozana. Estuvo tres años, suficientes para que el turolense se conviertiera en el protegido de Yanes. A éste se atribuye, en parte, el nombramiento de Omella al frente de la diócesis de Barbastro-Monzón, estado que combinó con el de administrador apostólico de las de Jaca y Huesca hasta que en el 2004 fue promovido a arzobispo de Calahorra y La Calzada-Logroño.

Comparaciones

El nuevo presidente de los obispos españoles es considerado un hombre campechano, dicharachero y de diálogo. Un progre, dentro de lo que se puede considerar progre en una institución bimilenaria, de principios revelados y con un magisterio que es el que es.

Por eso estos días se le ha comparado con Vicente Enrique y Tarancón, el cardenal que se enfrentaba a Franco y al que, ocupando el mismo cargo que él en la CEE, se le atribuye un papel conciliador en la transición española. La comparación ha generado no pocas reacciones dentro de la propia Iglesia, sobre todo entre los que consideran que Omella «es un hombre de labia», pero que se encuentra a años luz de la preparación intelectual de Tarancón.

Pero, críticas aparte, se dice que Omella está llamado a pilotar la segunda transición en la Iglesia española, dados los retos que se le van a plantear con el Gobierno español de PSOE-Unidas Podemos. La nueva ley de Educación, las relaciones con la enseñanza concertada, la ley de eutanasia, las relaciones con Cataluña e incluso los roces, si solo se queda en eso, con los medios de comunicación dependientes de la CEE, son algunas de las gaitas que tendrá que templar también con sus «hermanos», como le gusta llamar a obispos, arzobispos y cardenales.

Filias y fobias

Y es que no a todos les gustan las maneras de ser y de actuar del cardenal Omella. «En Aragón nos perdemos por la boca. Hablamos mucho, pero el corazón dice otra cosa», ha confesado alguna vez. Y, precisamente en Aragón, algunos clérigos recuerdan la frase que alguno le ha lanzado en conversaciones con él: «Juanjo, no me jodas», cuando se las veían venir.

Porque Juanjo, ahora también Joan Josep, es un hombre que despierta filias y fobias.

En Cataluña su figura no ha acabado de cuajar. Aunque lo hayan hecho catalán y utilice su lengua con fluidez dado su lugar de origen. No era el arzobispo catalán que ellos esperaban. Y fuera de ahí, se le acusa de coquetear demasiado con el independentismo y de no haber limpiado la Iglesia de soberanistas.

Él no ha ocultado su labor de intermediación con los separatistas, ni su buena relación con Oriol Junqueras, un republicano de firmes convicciones religiosas.

En Aragón, tambien hay división. Un sector de la Iglesia le apoya a muerte y hay otro que no le perdona su participación en la trama que provocó la dimisión del arzobispo Manuel Ureña, puesto al que optaba tras la marcha de su valedor Yanes. Los mensajes de WhatsApp que se intercambió con algunos de sus estrechos colaboradores, publicados por EL PERIÓDICO, ponían de manifiesto que participó un contubernio para hacer saltar del palacio episcopal a Ureña. Operación que no concluyó demasiado bien para algunos de ellos. Tampoco le perdona el expárroco de Épila, quien le considera culpable de su reducción al estado laical, y con quien mantiene pleitos en los juzgados.

Ni los que creen que su paso por la CEE no dejará grandes obras porque Omella suele estar siempre del lado del poder. Dicen también que el presidente de la Conferencia Episcopal manda poco, que es el secretario general y portavoz el que deja su impronta. Y que habrá que ver qué pasa con el resto de miembros de la Comisión Ejecutiva, entre los que hay prelados del ala más dura del episcopado.

Además, en abril del 2021, el cardenal turolense cumplirá 75 años, la edad en la que según el Derecho Canónico debe presentar su renuncia al Papa, que es quién finalmente decide si la acepta o no.

La desconfianza en el nuevo presidente se extiende también a si logrará la renovación del episcopado que quiere Francisco en España. Y ponen como referencia a presidentes como Rouco, que cosecharon sonoras derrotas con nombramientos que daba por hecho.

El nuevo presidente de la CEE, que predica por activa y por pasiva que a la Iglesia no se va por obtener poder ni el primer puesto, sino para servir, tendrá oportunidad de demostrarlo tendiendo esos puentes que tanto le gustan. Y sobrevivirá. Como ha venido haciendo con todas las dificultades que le han surgido.

Para eso cuenta con el apoyo del recién llegado nuncio, el filipino Bernardito Auza, y el del Papa, con el que asegura despachar vía telefónica varias veces a la semana. Por no olvidar a esos satélites vaticanos que le han servido de gran ayuda en otras de sus batallas eclesiásticas.

Ya lo dice el Evangelio:

«La Fe no hace que las cosas sean fáciles. Hace que sean posibles» (Lucas, 1:37). Tiempo al tiempo.