Tal día como hoy, hace un año, miles de hondureños despedían a la activista medioambiental hondureña Berta Cáceres, que pagó con su vida el haber luchado más de dos décadas por defender la tierra de sus ancestros. La mataron dos sicarios, que también dispararon y dieron por muerto al mexicano Gustavo Castro. Pero solo recibió un tiro en la oreja y la mano, y hoy reside en España, exiliado y bajo la protección de un programa de Amnistía Internacional en su condición de único testigo del crimen. Esto no le impide seguir reivindicando la figura de su compañera y que se investigue su muerte hasta las últimas consecuencias. Anteayer lo hizo en el Congreso de los Diputados, y ayer en el centro Joaquín Roncal de la CAI, en Zaragoza.

Ya son ocho los arrestados por el suceso, todos como autores materiales, en diversos grados. Pero se han quedado «en la línea más baja», explicaba Castro, sin llegar, ni querer llegar, «a los autores intelectuales». Entre ellos, el activista no tiene empacho en situar, «obviamente a la empresa (DESA, la impulsora de la represa hidroléctrica que combatía Cáceres), a los militares, a la Policía y a los funcionarios del Gobierno que dieron la concesión, además de a los bancos y compañías internacionales».

Poco hay de conspiranoico en las palabras de Castro, dado que solo estos arrestos de «línea baja» han desvelado que el gerente de DESA, uno de los detenidos, contrató a un militar retirado para preparar el crimen.

Presa parada

El pecado de Cáceres fue oponerse a la presa de Agua Zarca en la tierra de sus antepasados, como fundadora del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh). Una presa que, por cierto, está paralizada desde su muerte, pero no cancelada.

Berta Cáceres había adquirido notoriedad internacional por la concesión, un año antes de su muerte, del premio Goldman, considerado el Nobel verde. Por eso se convirtió en un símbolo internacional pero, recuerda Castro, fue uno más en un país donde en los últimos siete años han sido asesinados más de 120 activistas.

El testigo del crimen defiende que el asesinato no ha sido en vano y que Berta ha dejado un legado de «repercusión internacional» de la «dignidad e indignación» de los habitantes de unos terrenos cuyos recursos naturales son explotados por las compañías transnacionales.

Castro enmarca este saqueo en los acuerdos internacionales de libre comercio, que incluyen cláusulas por las que los Gobiernos han de pagar millonarias indemnizaciones a las compañías si se cancelan sus proyectos. «Sale más barato reprimir a la población, criminalizarla y tratarla de terrorista» que pagar.

De ahí derivaría que en la última reforma del Código Penal hondureño, se haya endurecido el castigo a la protesta social hasta equipararlo prácticamente con el terrorismo. Y aquí está la vía más fácil en la que España y la Unión Europea pueden implicarse en la situación. Porque, según recuerda Castro, la UE otorgó «30 millones de euros» al país para la redacción de este texto legal, y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) también financió reformas legales para las libertades civiles, de las que no hay noticias. «Se debe hacer una auditoría independiente sobre qué ha sido de ese dinero», incide Castro.

Con los intereses mundiales en juego, no se puede ser excesivamente optimista, pero algún motivo hay. «Si hay represión es porque la gente aún protesta, el árbol que da frutos es al que le llueven las pedradas», ilustra. «Es paradójico pero cuanta más represión, más esperanza hay».