No se sabe por qué se ha generado tanta leyenda negra (más que negra, verderola y casposa) sobre los rodríguez , esos señores (también señoras) que permanecen durante el verano en la ciudad dedicados a su profesión mientras la familia (la suya, quiero decir) anda tan ricamente por la playa o la montaña. Una cosa muy lógica y natural, por supuesto. Precisamente ésa es una de las grandes ventajas del estío: que además del asueto laboral, las circunstancias permiten a los integrantes de muchos núcleos familiares tomarse vacaciones unos de otros. Se van los niños de colonias, y la pareja se lo hace en plan rodríguez (el uno en la city y la otra en Cambrils, o viceversa). Es una tregua fundamental para poder seguir conviviendo el resto del año. ¿No se ha dicho siempre que el amor es ciego... pero el matrimonio le devuelve la vista? Pues eso.

También se suele hacer la gracia de preguntar a los colegas: ¿Que tal las vacaciones? ¿Bien... o en familia?. Lo cual viene a demostrar que existe un subconsciente colectivo que cifra en el verano el momento de abrir paréntesis y salir cada cual por peteneras. Un o una rodríguez no son pues sino la expresión perfecta de esa vuelta a la relajada y agradable soledad. De repente y por unos días puedes hacer lo que te dé la gana.

Reconozco que esta situación alcanza su expresión más feliz en los varones que a lo largo de agosto han de desenvolverse por sí solos. Los hay, es cierto, que se atiborran de latas de fabada o ingieren lamentables menús del día en los pocos restaurantes que siguen abiertos, cogen melancólicas bolingas con los amigotes y por echar una cana al aire terminan la farra en tristes puticlubs. Patético. Pero también les cabe salir a hacer la compra, sumergirse en las artes culinarias, entender el esfuerzo que suponen las tareas hogareñas, dedicar a la lectura la tranquilidad de las noches solitarias... y si viene a cuento lo de airear la cana, pues hacerlo con torería y cariño. Una vez al año no hace daño.