"¡Madre! Ha llegado la familia de Feliciano", anuncia Araceli Alvarez, hija del subteniente Joaquín Enrique Alvarez, uno de los militares destinados en Zaragoza que perdieron la vida en el accidente del Yak-42.

Por segunda vez desde que se conocieran los 30 fallos cometidos en las identificaciones de las víctimas, Rosa --viuda del militar-- y sus dos hijas, Araceli y Loreto, se han desplazado hasta Moraleja (Cáceres) para velar a su esposo y padre. Pero esta vez, el motivo es realmente duro. Hoy es domingo y mañana --por ayer-- se llevará a cabo la exhumación del cuerpo que la familia de Feliciano Vegas, otro de los fallecidos, enterró por error.

Sin embargo, estas tres mujeres no están solas. Carlos --padre de Feliciano--, Antonia --madre--, Eva --viuda-- y Yolanda --hermana-- las reciben en el pueblo y comparten con ellas una cena donde hay poco espacio para la alegría. La acogida es muy cálida y Rosa, agradecida, responde con un regalo para Alejandro, el pequeño de Eva.

"Ya no puedo más. Necesito tranquilidad", comenta Rosa bajo la cariñosa mirada de Antonia. Junto a ella, Carlos recuerda los incidentes que sufrió en la exhumación de su hijo, practicada el pasado jueves en Murcia. "La representante de la funeraria nos dijo que podríamos verlo y que mi nuera podría acompañar el féretro en el coche fúnebre hasta el cementerio madrileño de La Almudena --allí se realizarán nuevos test de ADN a los afectados por los errores--. Con esa idea viajamos y así nos lo confirmaron en Murcia hasta que diez minutos antes del acto cambiaron por completo de versión", denuncia.

Fue entonces cuando la familia Vegas estalló. La madre intentó abrir el féretro y la viuda llegó a tocar la bolsa donde se encontraban los restos. Pero lo peor aún estaba por venir. "La misma mujer que nos había asegurado que podríamos ver a mi hijo llamó a la Policía para que nos echara", añade.

Ese es el principal temor que obsesiona a Rosa, Loreto y Araceli. Después de conocer que a varias familias se les había prohibido comprobar qué había en el interior de las bolsas negras donde se guardaron los cuerpos, acudieron formalmente a la juez de la Audiencia Nacional Teresa Palacios, pero ésta les cerró la puerta. "Algo tendrán que esconder", comenta Rosa, quien teme que se rellenaran las bolsas con piedras y tierra. Al igual que le sucediera hace dieciocho meses en Zaragoza, no podrá reconocer a su esposo.

La cena dura un par de horas. Los rostros de Loreto, Araceli y Rosa, que viajan con dos compañeros y amigos de Alvarez, se muestran abatidos. Siete horas de viaje y la tensión acumulada durante año y medio son una carga demasiado pesada. El matrimonio cacereño se despide afectuosamente y avisa a Rosa de que al día siguiente les pasarán a buscar al hotel hora y media antes de la exhumación, sobre las nueve y media de la mañana. "Así estarás más relajada antes de que llegue todo el mundo", sugiere Antonia. El cansancio es evidente, pero conciliar el sueño es otra historia.

Rosa y compañía se despiertan pronto, a las ocho. Casi nadie ha dormido más de tres horas. "Este es es uno de los momentos más difíciles desde que murió. Llevo demasiado tiempo dando vueltas a la cabeza, visionando imágenes hipotéticas...", confiesa Rosa.

Loreto, que ha seguido la tradición de su padre y es militar del Ejército del Aire, se encuentra "muy nerviosa y molesta": "Tendré que conformarme con ver una bolsa. Debo fiarme, pero no puedo. No encuentro una explicación a todo esto".

A su lado, Araceli lanza un mensaje a Trillo. "Les desearía a él y a todos los responsables que juraron por su honor haber actuado correctamente que pasen por todo esto, pero 62 veces más", apunta.

A las nueve y cuarto acude la familia de Vegas. Todos juntos van al cementerio antes de que llegue la comisión judicial. Silencio en el camposanto. Una a una, Rosa y sus hijas se acercan a la lápida del nicho donde, junto a la foto de Feliciano, descansa otra de Alvarez colocada por su familia adoptiva. "Sé que le habéis cuidado de maravilla", subraya Rosa emocionada.

Y las tres dan un beso a la imagen de su padre, para que acto seguido Yolanda haga lo propio con la de su hermano. Llegan las lágrimas. "Después de tanto tiempo me da pena que os lo llevéis. Ha habido días en que veníamos hasta tres veces. Incluso el pequeño Alejandro ha jugado al fútbol en estas calles del cementerio", ironiza Antonia. Y logra arrancar una sonrisa a todos.

Acto seguido, Rosa vuelve a acercarse a la lápida. "Quique, ya queda poco para volver a casa", susurra.

Pero entonces llega la mala noticia. La exhumación se retrasa una hora: "Me han llamado de la funeraria", anuncia Carlos. El malestar vuelve a ser protagonista. Nadie ha avisado a Rosa del cambio de forma oficial. "¡Ni siquiera esto lo pueden hacer bien!", exclama Yolanda.

Fuera del cementerio varios agentes de la Benemérita y de la Policía Local de Moraleja custodian el lugar. El silencio se apodera de la zona cuando aparece el coche de la funeraria. Le siguen varios guardias civiles, un forense, una representante de la funeraria, un secretario judicial y varios enterradores.

El forense se acerca a Rosa. "¿No puedo verlo?", pregunta la viuda conmocionada. "Lo siento, pero es una prueba judicial". "¿Y tocarlo?", insiste. "Tampoco. Puede haber restos de varias personas", responde. "No se preocupe, que no crearemos problemas", comenta Rosa resignada. "Ya no podía hacer nada. ¿Para qué enfadarme?", matizaría después. El forense añade que los efectos personales se entregarán a la familia, si es que aparecen.

Un psicólogo ofrece su ayuda a Araceli, Loreto y Rosa, que se sitúan frente a la lápida y a escasos dos metros del nuevo féretro que en el que se trasladará el cuerpo a Madrid. También le saluda personalmente la representante de la funeraria, que sin embargo no dirige ni una sola mirada a los Vegas tras el incidente del jueves. "¿Qué pasa? ¿Qué ellos no importan?", comenta enojado uno de los compañeros de Quique.

Los trabajadores del cementerio, con un cincel y un martillo, comienzan a extraer la lápida. "No rompan la foto de mi hijo, por favor", pide

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