Si existiese la máquina del tiempo y un ser del pasado, de repente, se hubiese encontrado este viernes en Pau, en plena contrarreloj del Tour y con Julian Alaphilippe, de amarillo, llegando a la plaza de Verdún, habría creído que estaba estallando la revolución en Aquitania, que los ciudadanos tomaban otra vez la Bastilla local, pero que lo hacían en paz con ellos mismos, pacíficamente y con gritos de éxtasis, de placer, de satisfacción. Increíble. Esto es la locura. Ni Bardet, ni Pinot. Alaphilippe ya ha empezado a creerse que es capaz de ganar el Tour de Francia tras triunfar en una épica contrarreloj, la única de este año, en la que sometió a todos, incluido Geraint Thomas, y con su escudero, el tapado, el mallorquín Enric Mas, ya cuarto de la general y líder de la clasificación de los menores de 25 años.

Alaphilippe ahora es el hijo que todos los franceses querrían tener. Alaphilippe, educado, sin grandes gestos, el mismo que recibía, ausente Induráin, al que se esperaba pero no se presentó, el maillot amarillo, de nuevo, de manos de Hinault y Merckx, es, en estos momentos, una caja de sorpresas, un dulce en el paladar del pueblo francés, un ciclista que va a más y que se está creyendo que sí se puede, que si uno se lo propone es capaz de escalar las más altas montañas, hoy nada menos que el Tourmalet, que nada le acompleja y que si revienta, porque es humano, porque nunca se ha prodigado como un gran escalador, que le quiten lo bailado aunque Francia, de norte a sur, llore de tristeza por la desgracia no deseada de su hijo predilecto.

«Mañana ganas, Julian». Se lo dijo Mas, durante la fiesta en que se está conviertiendo cada cena en el equipo Deceuninck, con un francés y un mallorquín animando el Tour. Y Alaphilippe se fue a dormir creyendo, como cada noche, que despertaría al día siguiente de amarillo y que cada día que pasa es uno menos para llegar de amarillo a París. ¡Caray! «Me había preparado a conciencia para defender el amarillo pero no para ganar la etapa. El jersey me ha impulsado. Lo he dado todo. Es increíble». Y tanto que era increíble. Le chillaban a Julian desde el coche de su equipo, pero por mucho que se esforzase el director no podía escucharlo. «No podía oír nada del ruido que había». Y lo único que podía hacer era impulsarse todavía más.