La mayor tragedia deportiva y social que se recuerda en el fútbol se produjo en la final del Mundial de Brasil, en 1950. El país quiso morirse (aún lo hace cada día) cuando Uruguay venció a su selección en Maracaná, con 200.000 espectadores llorando un 1-2 inimaginable en sus peores pesadillas. La quiebra anímica no ha tenido parangón en este deporte. Los charrúas llegaban al partido más o menos como lo hará el Real Zaragoza esta noche ante el Madrid: de invitado, sin opciones salvo para la hinchada propia. ¿Cómo pudo ganar en una atmósfera tan hostil? ¿Qué hizo para remontar un gol en contra y llevarse la Copa Jules Rimet? ¿De qué forma superaron los jugadores uruguayos su manifiesta inferioridad en todos los sentidos? La historia del Maracanazo puede servir de ejemplo para el equipo aragonés.

Brasil preparó la fiesta. Los principales diarios del país ya tenían sus portadas impresas con alusiones al triunfo, las carrozas del carnaval esperaban engalanadas su paseo por las calles de Río de Janeiro, y ya se habían vendido más de medio millón de camisetas con una inscripción que decía: "Brasil Campeao 1950". El estadio estaba vestido con pancartas en las que se podía leer "Homenaje a los Campeones del Mundo", y la Casa de la Moneda había acuñado monedas conmemorativas con los nombres de los jugadores. Es más, la banda que debía tocar el himno del ganador de la final no tenía la partitura del de Uruguay y, para colmo, el presidente de la FIFA, Jules Rimet, llevaba en el fondo del bolsillo de su chaqueta un discurso en homenaje a los campeones brasileños, escrito, claro está, en portugués. Antes del encuentro, en los vestuarios, cada futbolista carioca había recibido un reloj de oro con la siguiente grabación al dorso: "Para los Campeones del Mundo", y once limusinas esperaban a los héroes para conducirles a sus hogares al término de la cita.

Perder con dignidad

Los uruguayos descansaban mientras tanto sobre unos colchones, en un vestuario por donde la torcida les enviaba saludas constantes en forma de petardos. Ante esa panorama los directivos de la celeste se personaron compungidos ante los chicos y les propusieron un partido de "guante blanco", a ser posible con una derrota digna "por menos de cuatro goles. Ya estamos cumplidos con haber llegado a la final".

Surgió entonces la figura de Obdulio Varela, El Negro Jefe . En instantes críticos se exige un líder, y Varela empezó a forjar su leyenda de duro capataz en los bajos de Maracaná, con 200.000 rugidos de fondo. "No piensen en toda esa gente, no miren para arriba. El partido se juega abajo". Miró después con furia a los trajeados y gritó con fuego: "¡No vamos a perder!", luego se centró en el equipo: "Muchachos, si respetamos a los brasileños, nos caminan por arriba. Así que nada de esquemas conservadores. Vamos a salir a ganar el partido". La confianza fue creciendo y Juan López, el seleccionador, resumió la charla táctica: "Bueno, muchachos, ahora un huevo en cada zapato y vamos para arriba".

Quedaba lo peor, o lo mejor. Fria§a adelantó a Brasil y el cielo se encendió de fuegos artificiales. Pero otra vez El Negro salió a escena. Cogió la pelota, habló con el línea para pedirle fuera de juego aun sabiendo que no lo había sido y, como no se entendía con él, solicitó un traductor al colegiado. Varela detuvo el partido, lo enfrió lo suficiente con su teatro como para darse cuenta de que "los brasileños estaban pálidos, inseguros".

Schiaffino empató y Ghiggia logró el tanto de la victoria para Uruguay. Luto nacional, primeras planas a la basura, carrozas de regreso al garaje del desconsuelo... Un locutor de radio, Ary Barroso, se despidió en directo. "No relato más". El periodista se dedicó a la música. "Jugamos cien veces y sólo ganamos esa". Obdulio Varela sabía que iba a ser casi imposible, pero creyó. De regreso a Uruguay, antes de despegar, hizo bajarse del avión a uno de los directivos que les había sugerido la derrota digna . Vaya carácter el de El Negro , menuda fe la de Uruguay. El Real Zaragoza también sabe que el Madrid tiene sus carrozas preparadas. Entonces, sólo cabe decirles: "Bueno, muchachos, ahora un huevo en cada zapato y vamos para arriba" .