Qué más da que se vaya Sáez y que su sustituto sea Luis Aragonés o el señor Cuevas, el presidente del edificio de Aquí no hay quien viva, que bien podría ser la sede de la Federación Española de Fútbol. El espectáculo en estado puro volvió a desplazar estos grises asuntos de espíritus derrotados con el grandioso partido entre Inglaterra y Portugal, un encuentro bello no tanto por la estética como por las emociones sin riendas, por los continuos y frenéticos cambios de ánimo del juego, del marcador, de las aficiones. El sobresalto, la ansiedad, los goles magníficos, los goles al límite del desastre, el resultado en contra, la prórroga, los penaltis, los fallos de los especialistas y los aciertos de los tiradores accidentales sobre un punto de lanzamiento por donde asomó la cabeza de un hurón contratado por Hitchock para desviar los disparos de Beckham y Rui Costa... Los corazones acelerados, el aliento contenido, las lágrimas derramadas en su doble versión, la del perdedor extenuado y la del vencedor excitado. El fútbol inyectó otra sobredosis de placer en las venas de la Eurocopa.Se fue

Rooney lesionado y los ingleses se resguardaron tras el tanto de cuchara de Owen, de los pectorales que Campbell exhibe en su frente, del cuello de buey de Terry y de la séptima velocidad de Cole. Portugal derribó esa defensa musculada a base de cañonazos y de orgullo, y Lampard estableció un empate bastardo, el que nunca reconocen las eliminatorias, los partidos que exigen un sacrificio humano. En la hora de los porteros, Ricardo se hizo leyenda. Los marineros portugueses le recordarán como el héroe que hundió a la poderosa armada británica una noche de fútbol deslumbrante en el estadio de La Luz.