El 13 de junio de 1937, con las tropas de Franco a punto de entrar en el País Vasco, Carmen Orive Abad, a la que todo el mundo conocía en Bilbao como Begoñita, se subió en el puerto de Santurtzi al 'Habana', un carguero que la llevaría hasta San Petersburgo.

Junto a ella viajaban otras 1.495 personas, niños y jóvenes sobre todo, procedentes de la zona republicana y a quienes sus familias trataban de alejar de los peligros de la Guerra Civil.

Se les conoció como los Niños de Rusia y algunos de ellos ya nunca regresarían a casa. Carmen Orive, que tenía 10 años entonces, desembarcó nueve días después y fue trasladada a Moscú donde se crió junto a una familia rusa.

Unos años después, poco después de la Segunda Guerra Mundial, durante la visita a una sala de fiestas moscovita Carmen conoció a Boris Kharlamov. Era un tornero que había entablado amistad con la comunidad vasca que había emigrado a Rusia y solía acudir a aquel local para mantener el contacto. Boris y Carmen se enamoraron y no tardaron en tomar la decisión de casarse.

En honor de Chkalov

Con lo justo para vivir fundaron un hogar al que no tardaron en incorporar nuevos miembros. En enero de 1948 llegó el primero de sus hijos. Su nacimiento resultó toda una aventura. Carmen dio a luz en el coche de Boris porque se había puesto de parto y a la pareja no le había dado tiempo a llegar al centro hospitalario.

La Policía, alertada por la situación, llegó cuando el niño ya había salido del vientre de su madre. "Se va a llamar Valeri en honor a Valeri Chkalov", le dijo el orgulloso padre a los agentes que asistían a la escena. Chkalov era uno de los grandes héroes de la Unión Soviética gracias a las hazañas que había protagonizado como piloto aéreo. Hacía diez años que había muerto en un accidente que nunca había quedado esclarecido, pero las autoridades rusas y el pueblo veneraban su figura.

El pequeño Valeri, desde muy joven, mostró su habilidad y capacidad para el deporte. Su favorito era el hockey sobre hielo. Tenía 14 años cuando fue admitido en la escuela que tenía el CSKA de Moscú. Era con diferencia el club deportivo más grande del país, tenía secciones de cualquier modalidad y sus equipos eran siempre una referencia. Valeri Kharlamov ingresó en la sección de hockey aunque el responsable técnico, Anatoly Tarasov, desconfió de él al principio porque era demasiado pequeño. Con poco más de 1,70 y aún lejos de los 80 kilos era demasiado liviano para un deporte donde el contacto físico tiene su importancia.

Furia latina

Pero el joven lo compensó con su talento y su velocidad. Patinaba como ninguno. Era endemoniadamente rápido, su cambio de ritmo era deslumbrante y anotaba con relativa facilidad. Tampoco le faltaba carácter en la pista. Callado e introvertido, se guardaba la mayoría de sus opiniones, pero con el stick en la mano parecía transformarse. Quienes lo conocían atribuían era furia en la pista a la sangre latina que corría por su cuerpo.

Su llegada a la élite era imparable más allá de los prejuicios que pudiese despertar por su talla. Tras una breve cesión en un conjunto más modesto que sirvió para convencer a los escépticos, en 1968 subió al primer equipo del que ya nunca se movería. Su explosión no se quedó ahí porque a los pocos meses fue convocado por la selección de la URSS para formar lo que para muchos es el equipo más grande de la historia de este deporte. La 'Red Army' coleccionó títulos en una década de verdadero ensueño. En el CSKA, poco después de su llegada, el técnico probó una línea formada por Valeri Kharlamov, Vladimir Petrov y Boris Mijailov que marcaría su tiempo.

En los siguientes 11 años acumularían ocho medallas de oro, dos platas y un bronce en el Mundial que se disputaba todas las temporadas. Pero la gloria máxima para los rusos estaba en los Juegos Olímpicos, la cita inexcusable para ellos. En 1972, en Sapporo, durante su primera experiencia llegaron a la final con Estados Unidos.

En pleno contexto de la Guerra Fría que inmediatamente se trasladaba a cualquier competición deportiva, el triunfo era una necesidad nacional. Y no fallaron haciendo bueno el pronóstico. La URSS se colgó el oro y el mejor en el duelo contra los norteamericanos fue Kharlamov. A su regreso de Japón ya era una absoluta celebridad, un símbolo para el país.

El asombro de los canadienses

La cita de Sapporo en 1972 se la perdió Canadá ya que todos sus jugadores eran profesionales en la NFL (en aquel momento estaba prohibida su participación) y eligieron quedarse en casa antes que presentar un equipo que no les hacía justicia. Para compensarlo desafiaron a los rusos a una serie de ocho encuentros (la mitad en cada país) para resolver cuál era el mejor equipo del mundo. Fue allí donde los canadienses descubrieron la magnitud de aquel prodigio que era Kharlamov.

En el primer partido su exhibición provocó una conmoción en el país canadiense cuyos informativos televisivos y periódicos abrieron con la inesperada derrota de un equipo que creían imbatible y con el recital de aquel pequeño jugador que patinaba a una velocidad nunca vista. La primera derrota subió el nivel y la agresividad de los siguientes duelos entre ambas selecciones. Se llegó a superar el límite en algunos momentos.

Kharlamov sufrió la fractura de un tobillo en el sexto duelo tras recibir una desproporcionada entrada por parte de un rival, Bobby Clarke, y se perdió el resto de la serie que hasta ese momento registraba tres victorias de la URSS, un empate y una derrota. La opinión pública canadiense consideró aquel suceso como una deshonra para el hockey de su país. Sin Kharlamov en la pista los rusos perdieron los tres últimos duelos ante Canadá.

Clamor popular

Cuatro años después se repitió la historia. Otra medalla de oro olímpica tras ganar 4-3 a Checoslovaquia en la final. Kharlamov hizo el gol definitivo. Otra vez los fastos, la gloria, los abrazos de los dirigentes rusos, el clamor popular. Y otra gira para enfrentarse en esta ocasión a los profesionales norteamericanos que también querían participar del festival. Volvieron los recitales y también los golpes. Esta vez fue Ed Van Impe el que le atacó con una violencia desmedida.

Aquello solo sirvió para que su figura se engrandeciera más. Era el ídolo de los niños rusos. Un jugador golpeado por sus rivales americanos incapaces de frenar su talento y su velocidad. Aquello era un caramelo para los órganos de propaganda soviéticos que aireaban el asunto con alegría a todas horas.

Pero las giras y los enfrentamientos ante los profesionales también sirvieron para que la NFL tratase de reclutar al jugador del CSKA. Los Philadelphia Flyers le ofrecieron un contrato de 1.200.000 dólares al año para incorporarle al campeonato. No hubo gran debate sobre el asunto. Kharlamov cerró esa puerta de inmediato pese a que le estaban ofrecieron la posibilidad de resolver su vida.

También era consciente de que las autoridades de su país no consentirían nunca su salida para caer en las redes del capitalismo norteamericano. Públicamente alegó que su deseo era seguir defendiendo la camiseta del CSKA y de la selección de su país y que la Liga profesional era demasiado violenta y no se jugaba el hockey limpio y ágil de los países del Este.

Derrota amarga

Aún acudiría a otra cita olímpica, en 1980, donde conoció el amargo sabor de la derrota. En Lake Placid los universitarios americanos lograron lo que se conoce como el “Milagro del Hielo”, derrotaron al intocable equipo rojo. Kharlamov siempre se reprochó aquella derrota por no haber estado al mejor de sus niveles. Después de la derrota tuvo un tiempo de descanso en la selección. Los responsables de la Federación querían empezar a probar gente joven para ir preparando el relevo generacional.

Durante una de esas concentraciones sufrió un accidente terrible con su coche, un Volga al que había tenido acceso como héroe que era del país. Su mujer, que iba al volante, perdió el control por culpa del hielo que había en la carretera que va de Moscú a San Petersburgo. La pareja murió casi al instante al estrellarse contra un camión.

Golpe mortal

La dramática noticia fue un golpe mortal para el deporte ruso que perdía de manera inesperada a uno de sus grandes mitos a los 33 años de edad. El CSKA de Moscú y la selección retiraron para siempre la camiseta con el dorsal 17 que Kharlamov había convertido en legendario. Acordaron que solo podría volver a vestirlo su hijo, que había comenzado a jugar al hockey, si se hacía acreedor de semejante privilegio.

Carmen Orive, Begoñita, había asistido orgullosa a la transformación de su hijo Valeri en leyenda del país que la acogió cuando era una niña. No pudo soportar el dolor de perder tan pronto a su hijo mayor. Solo unos meses después del accidente murió en su casa de Moscú. Dicen que de pena.