Los minutos de silencio infunden respeto. Son breves y sentidos paréntesis que se abren antes del espectáculo en recuerdo de alguien recientemente desaparecido. Ayer no se cerraron. Los 60 segundos sin sonido del Santiago Bernabéu pertenecían al catálogo protocolario del dolor, pero ese tiempo no se detuvo en la grada por la magnitud del lamento de una ciudad (de un país) salpicada por una masacre brutal. La sangre derramada por los salvajes se heló en la garganta de los justos para no ser olvidada en un escenario sobrecogedor. Si este campo impresiona en tiempos de fiesta (ya decía Juanito que 90 minutos en el Bernabéu son molto longi ), cuando se viste de luto deja el alma petrificada, con el corazón latiendo a mil por hora por la emoción. Sin lugar a dudas, este magnífico teatro tiene vida propia incluso para honrar a los muertos, una legión de inocentes que no dejó de desfilar jamás por la memoria de los aficionados presentes en el encuentro.

El paseo inicial de los dos equipos con un inmenso crespón negro camino del círculo central, elevó la liturgia del sentimiento a su cota más alta. Unidos por ese símbolo, los jugadores del Real Madrid y del Real Zaragoza, en el primer partido de la Liga tras los ataques terroristas del pasado jueves, llevaron en sus manos la señal universal de la tristeza. En ese momento, cuando posaron en la hierba la bandera, se supo que iba a ser un partido distinto, marcado por el inevitable y reciente eco de las bombas, de los gritos, de las llamadas de auxilio, de los cadáveres... Así lo interpretó la gente, y por ello, salvo en instantes muy puntuales, contuvo sin esfuerzo la tentación de una manifestación de alegría. Nunca el Bernabéu, santuario de la expresión y el festejo, interpretó como ayer su papel de grandeza más allá del deporte.

Afición universal

La hinchada, con pancartas alusivas al recuerdo y a la unión --"España no se rinde", decía una de ellas--, lo fue de los que se han ido, de los que quedarán heridos en el cuerpo o en la mente, de las familias afectadas por el macroasesinato de hace tres días. Animó a su Real Madrid, pero también adquirió un perfil planetario, sin fronteras, sin colores ni estandartes, como si se tratara de la embajadora de una tierra sembrada de lágrimas.

El Santiago Bernabéu impone. Lo dicen los entrenadores y los jugadores que lo visitan, atemorizados por las fauces de una afición insaciable de victorias en todos los frentes. Ayer, el Bernabéu impresionó por su serenidad. Fue su silencio el triunfo de la vida que sigue frente a la cicatriz de la barbarie que jamás se cerrará.