Era una tarde de verano, hacía mucho calor, pero eso no me quitaba la emoción. ¡Al día siguiente ¡íbamos a ir a las maravillosas playas de Hawai! Como de costumbre, preparamos todo durante la víspera. Estaba ya terminando, había sido un trabajo divertido y fácil. Pero recordé que no había metido mi gorra en la mochila. Empecé a buscarla por todas partes, entre muebles y cajones, por el salón, y nada: no aparecía. Entonces recordé que quizá estuviera en el armario. Era grande y con puertas que se abrían tirando hacia fuera; busqué por sus rincones y estantes, por las bolsas... nada. ¿Dónde estaba la gorra? Cuando ya creía haber buscado en la casa entera, pensé:

-Me falta el cajón mas alto-.

Me dispuse a llegar hasta él. Nunca guardaba cosas allí, pues mi mano no alcanzaba. Tenía que subirme a una escalera. Menos mal; ¡ahí estaba la gorra! Empecé a bajar los peldaños de la escalera y, cuando estaba a punto de aterrizar, resbalé y caí hacia atrás de cabeza. El golpe me dejó inconsciente.

Al día siguiente seguía paralizada, hasta que una voz me habló: -Hija, despierta-. Quise obedecer pero, al ir a hacerlo, me cegó una luz muy fuerte. Pensé que se trataba de una linterna; sin embargo no era así. Abrí los ojos y... ¡era el sol! Impactante, no me refiero al sol, era impactante porque lucía un vestido sobre el traje de baño y nos hallábamos a cinco centímetros del mar. Mi madre lo aclaró todo; me contó el tremendo golpe que me había dado y el problema de subir al avión conmigo en brazos. Aunque no atendí a casi nada; lo primero que hice fue correr hacia el mar, feliz y alegre de no ver suspendidas las vacaciones.

Cuando lo pienso me parece extraño; porque es como dormir y despertar en un sueño: en una maravillosa playa... Una experiencia genial.