En el 2019 tuve la ocasión de viajar durante unos días por todo el norte de España y esas vacaciones me llevaron ineludiblemente a Gijón como una de las paradas obligatorias de mi periplo. Yo nunca vi jugar al mítico Quini, pero el jugador asturiano solía ser nombrado muy periódicamente en las tertulias deportivas como uno de los mejores delanteros de la historia del fútbol español, y más cuando el Real Zaragoza fichó allá por el verano del 2003 a otro gran fut bolista asturiano como David Villa, con quien en numerosas ocasiones fue comparado.

Sin embargo, Quini, o 'El brujo', como también se le llamaba cariñosamente, fue una de esas personas que a pesar de la fama cae bien a todo o prácticamente todo el mundo. Eso lo pude observar perfectamente en las calles de Gijón en esas vacaciones de 2019 donde se había colocado un enorme mural de reconocimiento en el paseo de la preciosa playa de San Lorenzo en honor al jugador que había muerto repentinamente de un infarto justo el año anterior, y cuyo nombre adornaba ya además al mítico estadio del Sporting de Gijón, en cuyas filas se convirtió en leyenda.

Quini nació en Oviedo en 1949 y muy pronto comenzó a destacar en el mundo del fútbol llegando a ser convocado todavía siendo juvenil por la selección española. Su gran olfato goleador le llevó a ser fichado por el Real Sporting de Gijón en 1968 que por entonces militaba en Segunda División, aunque gracias a sus goles poco le costó regresar a la máxima categoría, donde logró varios trofeos Pichichi al máximo goleador de la Liga.

Así llegaron las convocatorias con la selección española absoluta debutando precisamente en La Romareda un 28 de octubre de 1970 ante Grecia, marcando uno de los goles que dieron la victoria al combinado español por 2 a 1. Su trayectoria en el equipo asturiano le convirtió en una auténtica leyenda, pero en el verano de 1980 y tras varios años intentándolo el FC Barcelona logró ficharle por 82 millones de pesetas, una auténtica barbaridad por aquel entonces.

En ese momento se podría decir que su carrera se encontraba en la cresta de la ola y en su cénit mediático, lo que nos lleva a lo ocurrido el 1 de marzo de 1981. España no vivía precisamente unos días tranquilos, ya que apenas una semana antes se había producido el intento de golpe de Estado del 23-F en el Congreso mientras se seguían produciendo atentados terroristas de ETA en lo que se acabó denominando como los años del plomo.

Ese 1 de marzo Enrique Castro regresó a su domicilio de Barcelona tras haber ganado al Hércules por 6 a 0 y se puso a programar su aparato de vídeo para grabar un partido de fútbol antes de irse al aeropuerto de El Prat a recoger a su familia, que había ido unos días a Asturias. Pero justo en ese momento fue abordado por dos personas a punta de pistola e iniciaron un secuestro que conmocionaría al país y al mundo del fútbol. En el trayecto abandonaron el coche de Quini por una furgoneta y los secuestradores dejaron una carta diciendo que el jugador estaba bien pero que para ser liberado exigían 70 millones de pesetas. Las alarmas saltaron y se comenzó su búsqueda por todos los medios.

Los secuestradores pidieron que el rescate fuera depositado en una cuenta bancaria en Suiza y de ese hilo comenzaron a tirar en colaboración las policías española y suiza. Se logró que se levantara el tradicional secreto bancario suizo y descubrieron que el titular de la cuenta era Víctor Manuel Díaz Esteban, un electricista en paro de apenas 26 años. Se esperó su llegada a Suiza para comenzar a retirar parte del dinero que se había ingresado en la cuenta, y ahí es cuando la Policía comenzó a seguir sus pasos hasta conseguir su detención.

Víctor Manuel confesó ser uno de los artífices y llevó a la Policía hasta la zaragozana calle de Jerónimo Vicens, donde otros 3 secuestradores tenían retenido en el zulo de un taller mecánico al futbolista, quien fue liberado aquel 25 de marzo al filo de las 10 de la noche mientras curiosamente la selección española lograba su mítica victoria ante Inglaterra en el viejo Wembley.

Allí había pasado Quini esos 25 días, comiendo bocadillos que sus captores le compraban en un bar que había al lado del taller y con una televisión que le pusieron para que pudiera ver partidos de fútbol. Enrique Castro siempre habló bien de sus captores y del trato que le habían dado, e incluso retiró su demanda personal, aunque no lo hizo así su equipo, el FC Barcelona, logrando una condena de 10 años de cárcel y una indemnización que el jugador rechazó. Así acabó un secuestro que hace 40 años terminó en final feliz.