Tras hacer una película que ingresa 700 millones de dólares, la mayoría de directores intentarían hacer otra que ingrese al menos 900. Pero el mexicano Alfonso Cuarón no es un director como la mayoría. Tras triunfar con Gravity (2013), él ha hecho Roma, un filme de 135 minutos, en blanco y negro, hablado en parte en español y en parte en lengua indígena y cuyo personaje principal es una criada tendente al silencio. También es una película absolutamente maravillosa.

Presentada ayer en el concurso de la Mostra, Roma retrata un año en la vida de una familia de clase media de Ciudad de México a principios de los 70, y lo hace no tanto para contar una historia con su principio y su final como para dejar que la cámara de Cuarón transite apacible por espacios, y modos de vida, y terremotos, y fiestas, y partos, y cacas de perro -muchas-. El resultado es un fresco de una sociedad y un tiempo de modestia apabullante, y que aun así derrocha serena épica y sutil emotividad.

A pesar de todo ello, Cuarón llegó a la competición de Venecia de rebote, después de que él y su película fueran rechazados para participar en Cannes. La decisión, por supuesto, no tuvo que ver con criterios artísticos. Roma, recordemos, ha sido producida por Netflix. Hay quienes opinan que Netflix es el enemigo del cine, y que lo que sus responsables producen no son películas sino algo distinto, de menos valor. Cierto, Roma no es una película; es un peliculón. Y cuando todos esos necios la vean, perderán las ganas de volver a abrir la boca.