La cinta que anoche inauguró la 72ª edición del Festival de Cannes es, al menos sobre el papel, la película inaugural perfecta. A lo largo de los últimos años, la tarea de abrir el certamen ha correspondido a un abanico de títulos que va desde la basura hollywoodiense -El código Da Vinci (2006)- hasta el cine de autor anodino -¿alguien se acuerda de La cabeza alta, de Emmanuelle Bercot?-. The dead don’t die (o, en castellano, Los muertos no mueren) ofrece lo mejor de cada casa. Por un lado está dirigida por uno de los grandes directores de nuestro tiempo, Jim Jarmusch -es nada menos que la novena de sus películas que compite en Cannes-. Por otro, es una comedia de zombis protagonizada por estrellas como Bill Murray, Adam Driver, Tilda Swinton y Selena Gómez.

Por otra parte, reconózcase que los conceptos comedia y zombis no son inmediatamente compatibles con el concepto Jarmusch. Porque, aplicados al cine, tanto el humor como el terror funcionan según unas reglas particulares que no necesariamente tienen cabida en el cine del de Ohio. Tanto para hacer reír al espectador como para espantarlo se requiere mantenerlo en tensión, expectante ante ese chiste o ese susto que podría llegar en cualquier momento; y Jarmusch, en cambio, es el gran cineasta de la laxitud dramática, los tiempos muertos y la emoción creada a partir de la falta de drama. Y visualizar ese contraste permite entender qué es -y qué no- The dead don’t die.

Durante su primera mitad, la película parece dispuesta a funcionar como el tipo de retrato de una comunidad llena de habitantes excéntricos que en su día llevaron a cabo Twin Peaks o Amanece que no es poco. Y, mientras tanto, despliega un modesto arsenal cómico basado en juegos de palabras, chistes visuales y, sobre todo, una batería de referencias pop que incluye Psicosis, Nosferatu, Moby Dick, Samuel Fuller, Star Wars y, sobre todo, Jim Jarmusch.

The dead don’t die, en efecto, es una obra jarmuschiana de principio a fin; y tanto es así que uno de los personajes llega a mencionar el nombre de pila de director, y a hacer alusiones metatextuales al guion de la propia película. Asimismo, se incluyen escenas que recuerdan a títulos previos de Jarmusch como Ghost dog (1999) o Solo los amantes sobreviven (2013), aquella obra incomprendida que reformuló el cine de vampiros a la manera de honda reflexión sobre aquellos que no encajan en la sociedad. En comparación, eso sí, la nueva cinta va a lo fácil y, si se quiere, lo trillado: señalar a los hombres y mujeres de este mundo como meros muertos en vida, gente que subsiste de sus adicciones al café, a la tecnología o a la cultura pop.

OTRA LECTURA

Sin embargo, el filme admite una lectura distinta: quizá sea el lamento por una nueva generación educada a partir del cinismo, el consumo compulsivo, la regurgitación de citas pop y, peor aún, la pose hípster. Frente a eso, Jarmusch se considera un muerto que no muere; un señor que envejece y cuyas películas casi nunca son entendidas pero que, afortunadamente, no encuentra motivo para dejar de hacerlas.