Con Goethe coincide José Noguero en la necesidad de hablar menos y dibujar más. «Por mi parte querría quitarme del todo la costumbre de decir, no sino para continuar hablando, pero nada más que por medio de dibujos, como la naturaleza creadora». El dibujo para Noguero es un método singular para ejercitar el ojo y las manos, y fuente de hallazgos, el que primero expresa la alegría de empezar de nuevo. Noguero dibuja todo el tiempo, y lo dibuja todo. Aunque, como Goethe, siente especial predilección por los árboles que, como los del artista alemán, parecen trazados fácilmente, sin mayor complicación.

Antes de su segundo viaje a Roma, en 2012, José Noguero presentó en el Centro de Exposiciones y Congresos de Barbastro una selección de sus últimas pinturas, dibujos y acuarelas. El árbol fue el único tema. La masa arbórea, que en sus cuadros anteriores se adueñaba de todo el espacio pictórico, cedía territorio a la tierra que se extendía hacia el horizonte a golpe de fértiles pinceladas, contagiadas del vigor que pintaba la copa airada de los árboles, telón de fondo de tantas narraciones interrumpidas. En ocasiones, la pintura sale del espacio reservado en sus fotografías; suele ocurrir con momentos en los que Noguero la prefiere a la escultura o a la fotografía. Sucede entonces, que la singular contención de sus escenografías se desborda pletórica y convulsa en la exuberancia voraz de la pintura, quizás para anotar paréntesis, escudriñar conflictos, dar sonido al ruido silenciado en el vacío de los espacios donde sitúa sus esculturas, o para dejarse envolver, hasta sucumbir, en el caos que, pese a todos los esfuerzos por rasgarla, acaba organizándola. Siempre sucede así en su obra. Si dispusiera de un taller más amplio, dice Noguero, pintaría constantemente.

Golpes de pincel

Sucedió en 1998, un año antes de instalarse en Berlín. La pintura se coló en los escenarios de sus fotografías para servir de telón de fondo a las figuras esculpidas en yeso que, a pesar de estar fragmentadas, mostraban su decidida voluntad de avanzar; aunque fuera a tientas. Aquellos cuadros, con escenas míticas de cacerías y bacanales, se independizaron de la fotografía. Desde entonces pinta paisajes, en ocasiones solo árboles construidos o modelados, podríamos decir, a golpes directos de pincel que Noguero carga de colores hirientes y aplica con febril caligrafía, casi de modo automático, ajeno a cualquier otra historia que no sea la de la propia pintura, pues lo que pinta es un paisaje renacido de los escombros a los que redujo algunas de sus esculturas recién modeladas. Dos estadios de una misma acción, construir y destruir, y a la inversa también, destruir y construir, argumentan y descubren la razón de las búsquedas ensayadas a lo largo de su trayectoria, tan interesada en notificar la pesadumbre emocional, la desazón e incertidumbre en las esculturas, expulsadas siempre a los márgenes, como decidida a rescatar en sus miradas perdidas la revelación de algo que está a punto de suceder.

Somos testigos de lo que no vemos, escribió Andrés Neuman. ¿Y si se trata de abrir los ojos «para experimentar lo que no vemos, lo que ya no vemos»?, como propone Didi-Huberman: «Cuando ver es perder, todo está allí». Parece aconsejable, por tanto, dejar de empeñarnos en saber hacia dónde miran las imágenes de las figuras que modela José Noguero porque su propósito es reclamarnos una mirada activa mediante un complejo sistema escénico que acrecienta la tensión narrativa para así revelar su condición mental, como quedó de manifiesto en el proyecto Nada es estatua que presentamos en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, en 2013.

El taller del artista

Al proponernos lugares de mirada, José Noguero nos enseña a mirar. Todo permanece a la espera en las escenografías que construye en sus obras y en su propio taller, donde se desarrollan las acciones que la fotografía testimonia. Son sus talleres lugares en continúa transformación por ser receptáculos de la sedimentación de tiempos pasados y futuros. «Tengo preferencia por las fábricas abandonadas y los paisajes rurales. Valoro el vacío que corresponde a antiguas viviendas, a hechos o presencias olvidadas», escribió Noguero. En Ciudad de México, donde reside desde 2016, Noguero ha encontrado, por fin, su taller. Que en su caso significa tanto como decir «su lugar».

Y, precisamente, por ser lugares de trabajo y de vida, nunca ha descuidado José Noguero el retrato fotográfico de sus talleres. A veces enormes y destartalados, otras vacíos y más o menos organizados según un orden que permite ver las diferentes etapas de trabajo que van superponiéndose deliberadamente en una suerte de estratos o niveles de representación que tendrán continuidad en las mise-en-scène de sus fotografías, la mayoría organizadas en el taller. Del taller a la sala de exposiciones, donde Noguero activará narrativas de ficción con las obras seleccionadas -pinturas, esculturas, dibujos, acuarelas, fotografías, proyecciones o vídeos-, algunas de las cuales, si no la mayoría, regresarán al lugar de origen para empezar de nuevo.

Durante los últimos meses José Noguero está ocupado en la exposición que presentará el próximo 27 de abril en Lagos, un espacio independiente en Ciudad de México que conjuga exposiciones, estudios y residencias temporales. La pintura de paisaje protagoniza la secuencia de fotografías y de cuadros, uno de los cuales se titula Paisaje para G. Bellini, toda una declaración de intenciones con la que Noguero reivindica en su obra la fluidez suntuosa de la pintura atmosférica del artista veneciano. No se trata de una cita casual. A Noguero le interesa Bellini por los rasgos ya mencionados y también por el misterio y la melancolía de sus escenas en las que el paisaje participa de las emociones de los personajes que lo habitan. Las obras de José Noguero son escenarios físicos y emocionales que en su inestabilidad anuncian presagios. Ante sus paisajes, resuena el eco de Novalis: «En el follaje de los árboles, nuestra infancia y un pasado más lejano todavía se ponen a bailar una ronda festiva [...]. Los colores mezclan su centelleo [...]. Sentimos que nos fundimos de placer hasta lo más profundo del ser, nos transformamos, nos disolvemos en algo para lo cual no tenemos ni nombre, ni pensamiento».