Mathias Goeritz realizó su mejor obra de arte con él mismo, reinventándose una personalidad desde la que llevar a cabo una serie de proyectos e inquietudes personales que removieron todo el panorama cultural de la España de postguerra. Eso es al menos lo que se desprende del profuso trabajo de investigación realizado por Chus Tudelilla para su tesis doctoral, y que ahora ve la luz en un libro editado por Prensas Universitarias de Zaragoza, que ayer fue presentado en el Paraninfo.

Mathias Goeritz. Recuerdos de España 1940-1953 se adentra no solo en la personalidad de una figura misteriosa y enigmática, sino que ofrece una panorámica de la vida artística y social de la España de aquel momento. Y es que Mathias Goeritz "puso su sello en cualquier manifestación artística en España entre el 46 y el 49", dice Tudelilla. Goeritz llego a españa en 1945, después de haber pasado por el Tánger español. El final de la segunda guerra mundial le alcanzó en Granada, donde impartía clases de alemán contratado por la Deutsche Akademie de Múnich, es decir, que si bien siempre negó pertenecer al partido nazi, sí que participó con un cargo en las estructuras del Tercer Reich y eso fue lo que siempre intentó ocultar. "Cuando acabó la guerra se quedó medio escondido en Granada y cuando ya vio que podía moverse sin problemas se fue a Madrid", cuenta Chus Tudelilla. Allí entró en contacto con Tomás Seral y Casas y su galería Clan, quien, además de exponer sus obras le permite poder editar y conocer las obras de Ángel Ferrán y Benjamín Palencia, que a partir de entonces serían inseparables. "Goeritz se reinventa y se presenta como alguien que ha huido de Alemania, ese mundo inventado fascina a todos, trae un aire renovador y consigue algo fundamental para el arte español, volver a relacionar a los artistas e intelectuales de vanguardia que habían quedado aislados por la guerra, que no se atrevían a moverse. De hecho, la mayoría, cuando Goeritz empieza a contactar con ellos, llevaban 13 años sin haberse puesto en contacto entre ellos".

Así, gracias a su inteligencia, su nueva identidad falsa --la de una persona que conoce el arte europeo y se ha codeado con sus principales activos como Klee, Picasso o Dalí, sin ser verdad-- los artistas españoles le siguen a pies juntillas y consigue "concitar voluntades para que participen en nuevos proyectos comunes". Él crea el proyecto de Arte Nuevo y la Escuela de Altamira que reúne a la flor y nata de los artistas españoles.

También tiene una gran transcendencia en el arte aragonés, ya tras conocer una exposición del Grupo Pórtico (Aguayo, Laguardia y Lagunas) en la galería Buchholz de Madrid, él es quien escribe el texto de presentación de este grupo para una muestra en el salón Alerta de Santander, en 1949. Y escribe lo que ha quedado como una frase histórica: "Si uno quiere saber lo que significa espíritu nuevo en la pintura española, debe ir a Zaragoza".

Chus Tudelilla, intrigada por la personalidad de este hombre, que después marchó a México como profesor de arquitectura en la Universidad de Guadalajara, ha tejido un trabajo riguroso, basado en la pura documentación y que descubre a un ser fascinante, lleno de claroscuros y propio de una novela policiaca y de intriga "solo que lo que se cuenta no es ficción y por eso, para subrayarlo, he dado la palabra a los protagonistas del momento", concluye.