-Hábleme de su personaje.

-Soy Adam Orleton, el obispo de Hereford, que representa el poder eclesiástico. Todo en una lucha en la que el origen es el amor homosexual de Eduardo II. A raíz de esa excusa se inicia una lucha de intereses, un juego político. Mi personaje representa la posición de la Iglesia en el sentido de controlar el asunto y de que no se le escapa nada. Es lo que pasa con los poderes, el amor en una persona es el acto más generoso que pueda ocurrir bien entendido, y de alguna forma los poderes tienen que controlar eso porque es la manera de que no se les escape nada. Y es cuando marcan las pautas de cómo debe ser el amor. Aquí eso se convierte en un antagonismo claro y evidente por parte del obispo hacia Eduardo II que acaba de una manera terrible.

-Igual no hemos cambiado tanto...

-Ese es el valor que tiene el teatro incluso en estas circunstancias en la que todos estamos tan agobiados. Cuando decimos que el teatro es un lugar seguro es que es el lugar social más seguro por las normas que se ponen. Estás hora y media viendo y escuchando con distancia de seguridad y mascarilla por lo que el contagio es mínimo... pero a la vez es algo reconfortante porque escuchas historias de los seres humanos contadas por seres humanos a través de la emoción. Es una necesidad que tenemos las personas para sentirnos reconfortados. Frente a la tecnología que parece que nos comunica a todos pero nos aliena más, el teatro tiene un valor extraordinario, esencial, antiguo y profundamente necesario.

-Y también es un lugar mental también seguro.

-Exactamente. Es que es una necesidad. Ahora estamos todos aterrados porque estamos aún con el estupor. Antes proyectábamos una esperanza de que esto fuera corto pero ahora estamos agotados mentalmente. El teatro, como la cultura, es el lugar de salud. Tiene que ser así, una sociedad sin cultura no es saludable, le falta algo. El teatro es un sanatorio de mentes y de espíritus.

-¿Cree que falta que se lo crean algunos gobernantes?

-Es el mal endémico que tenemos en este país. En otros países pasa pero menos. Hay países europeos que defienden mucho su cultura porque saben que es su carta de presentación. En este país todavía no ha calado este mensaje. Ahora, con la pandemia, las presiones se hacen por la hostelería pero no por la cultura. Es evidente que esto que hacemos los propios participantes del teatro de decir que es seguro debería ser una campaña del ministerio que calara y que animara. Mira, ahora estamos haciendo la gira, el público que viene hace casi un acto heroico. Es una militancia cultural y es admirable. En todas las funciones se crea una emoción añadida porque, aparte del valor de la obra que hemos comprobado que funciona, se crea una comunicación especial casi de náufragos, entre gente que sabe que esto es importante.

-Desde hace unos años reside en Madrid, ¿qué tal le va?

-Mi historia teatral tiene mucho que ver con la historia del teatro profesional en Aragón. Empecé con el Teatro de la Ribera y de ahí surge lo que es en la actualidad el teatro profesional en Aragón. Yo jamás pensé en irme de Aragón hasta que me llamaron del Centro Dramático Nacional para hacer un montaje con Núria Espert y no podía dejarlo pasar. En esa gira todavía vivía en Zaragoza pero inmediatamente Gerardo Vera me me ofreció otro trabajo y nos vinimos a la aventura. Y he tenido una enorme suerte porque llevamos siete años y no he parado de trabajar en teatro.

-Será también su buen hacer...

- Cuando se llevan tantos años como yo, siempre digo que el oficio lo sé porque nunca he dejado de trabajar pero luego hay que tener un añadido, a eso me refería.