Chica. Entre 20 y 30 años. Lipotimia, seguro --aventuró Junior mientras abríamos las puertas de la unidad número seis--. Veinte pavos --apostó. Y para aumentar la tentación añadió--: Doble o nada.

--Hace ocho años que trabajamos juntos, Junior. Ya sabes que nunca apuesto --le contesté--. Además, ¿y si esta vez fuera Elvis?

--Siempre la misma preguntita.

Acababan de mandarnos al 3.764 del boulevard Elvis Presley y no hacía falta ser un experto conocedor de la ciudad para saber que en esa dirección vivía un tal... Elvis Presley. ¿Qué se siente al vivir en una calle que lleva tu nombre? Ésa es la pregunta que no hice, y no porque no me interesara la respuesta, sino porque con Junior le habíamos dado ya demasiadas vueltas al asunto. Prácticamente todas las semanas teníamos que acudir a Graceland por algún desmayo, insolación o lipotimia. Esa vez, en el inicio del camino de acceso nos esperaba un Cadillac granate, diría que del 62, para guiarnos hasta la puerta de la casa. Hemos repasado esa secuencia miles de veces con Junior: ni siquiera cuando los dos ocupantes del coche se bajaron y se pusieron a gesticular como locos para que entrásemos corriendo en la casa empezamos a sospechar que el accidentado pudiera ser Elvis. Ni cuando nos mandaron subir las escaleras que llevaban al segundo piso. De hecho, yo resbalé con las prisas y me golpeé la espinilla derecha con un escalón, así que no estaba para pensar ni preguntar nada. Bastante hice con no blasfemar a gritos. Alguien abrió una puerta de golpe. Un baño enorme. Elvis, Elvis Presley, dueño de la casa, dueño de la calle y de la ciudad entera, dueño del mundo, yacía en el suelo. Muerto. Junior y yo discrepamos con frecuencia a propósito de algunos detalles. Yo digo, por ejemplo, que Elvis llevaba un pijama azul; Junior dice que dorado. Ridículo. Seguro que se le mezcla la imagen real con la de todos esos trajes dorados que Elvis llevaba en el escenario. Los dos vimos un libro tirado en el suelo y a ambos nos pareció enternecedora la figura del rey del rock leyendo en el baño, pero yo no me fijé en el título y Junior sí. Por lo menos, eso dice: no sé qué de una investigación científica sobre la cara de Cristo. Pues vale. En cualquier caso, hay algo en lo que nunca hemos discrepado: Elvis ya estaba muerto. Más que muerto. Azul. Morado. Su médico, el famoso George Nichopoulos, a quien todo el mundo llamaba Nick, estaba agachado junto a él, empeñado en practicarle el protocolo de reanimación tras parada cardiorespiratoria. En ese momento sonó la pregunta más dolorosa de la noche, y ésa tampoco la hice yo: "¿Qué le pasa a mi padre?". Era Lisa Marie, la hija de Elvis. Tenía nueve años. Se ve que la habíamos despertado con el ruido. Yo soy un hombre muy viejo. Tengo tantos siglos que ya no tengo edad. He visto y oído muchas cosas, pero pocas me han impresionado tanto como la cara de esa niña y sus ojos, su mirada, clavada en el rostro azulado de su padre. "¿Alguien puede llevarse a esta cría de aquí?" --grité entonces--. "¿No se dan cuenta de que su padre está feo?". No dije "muerto". Dije "feo". Y cada vez que me da por recordarlo lo lamento por la niña, pero sé perfectamente por qué lo dije. La muerte de Elvis, pese a sus 42 años, no parecía imposible. Todos sospechábamos ciertas cosas. En cambio, aquella fealdad tan extrema era mucho más ofensiva: como si la vida, después de atacar aquel rostro con todos sus castigos, se hubiera conjurado con la muerte para la deformación definitiva.

Alguien se llevó a la niña por un pasillo. Nosotros salimos corriendo, con Elvis tumbado en la camilla. En la ambulancia, Junior iba detrás, agachado sobre el cuerpo de Elvis con el doctor Nichopoulos, que ya no intentaba revivirlo, pero le gritaba como un poseso: "¡Respira! ¡Respira, Elvis, respira!".

Cuando llegamos al Baptist Medical Center faltaban cuatro minutos para las tres de la tarde. A las tres en punto lo declararon muerto. El forense mandó llevarlo al segundo piso para la autopsia. Muerte por arritmia cardíaca, dijeron. Está en el certificado. Hasta lo reafirmaron en rueda de prensa. Yo no soy médico, pero sé algunas cosas.

Al día siguiente vi a