El 2017 pasará a la historia como un año nefasto, en el que el hambre volvió a crecer por primera vez en los últimos 10 años por encima de los 800 millones de personas y se batió el récord de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. Ambos datos son consecuencia directa de una violencia cada vez más extendida y enquistada. Hoy un refugiado pasa de media 17 años en campos. Su número se ha doblado entre el 2007 y el 2016, para superar los 65 millones en el 2017. Las cuatro grandes crisis alimentarias del año (Sudán del Sur, Yemen, Nigeria y Somalia) están directamente relacionadas con la guerra y la violencia.

Guerra-hambre no es una relación causa-efecto, sino que funciona en los dos sentidos. Por una parte, las guerras provocan hambre porque producen desplazamientos masivos de personas que huyen con lo puesto. Pero también interrumpen el comercio y acaban con infraestructuras y servicios, pasando una factura equivalente al 17,5% del PIB en los estados en conflicto.

En la otra dirección, el hambre provoca guerras. La competencia por los recursos naturales, o directamente por los alimentos, está en el origen del 77% de los conflictos. La subida del precio del pan o de los alimentos básicos fue el detonante de algunos de los episodios más conocidos de las primaveras árabes. El cambio climático se analiza cada vez más como un factor de agravio y una seria amenaza contra la paz. En el Sahel y el Cuerno de África, los conflictos entre pastores y agricultores son proporcionales a los meses de sequía.

Existe una tercera dimensión subyacente a esta relación causa-efecto: el uso del hambre como un arma de guerra, muy barata y de destrucción masiva. No es nada nuevo: el hecho de que las guerras modernas sean cada vez más protagonizadas por grupos armados y no por Ejércitos regulares hacen que su uso se esté extendiendo indiscriminadamente, pese a estar explícitamente prohibido por el Derecho Internacional Humanitario.

El Convenio de Ginebra o el Estatuto de Roma no solo condenan explícitamente el sitio a ciudades o la destrucción de estructuras productivas, también prohíben el bloqueo de la ayuda humanitaria. En Acción contra el Hambre somos testigos diarios de violaciones en este último sentido: nos dificultan visados, permisos de transporte y almacenamiento, tratan de hacer cada vez más difícil el acceso directo a las víctimas y, muchas veces, nos atacan directamente. Solo en el 2016 murieron por ataques directos 101 trabajadores humanitarios.

Solo la construcción de paz puede poner fin al hambre y el sufrimiento que provocan las guerras. Pero mientras esta se persigue, negocia o impone, tenemos escritas unas normas mínimas que cumplir para hacer que las guerras no exacerben el hambre ni esta genere nuevas guerras. Pero documentamos continuamente evidencias de su incumplimiento. Hace falta que esas normas se hagan cumplir. El hambre se nutre de sí mismo y esto es precisamente lo que tendremos que evitar en 2018.