Cuando a mediados de febrero se cumplía un año de irrupción del coronavirus en Líbano, la portavoz de la Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Hoda Samra, hacía balance de cómo el covid-19 había afectado a los refugiados que viven en este país. Hace un mes, el saldo era de 5.800 contagios y más de 200 muertos en los campamentos. Esa cifra triplica la tasa de mortalidad por SARS CoV2 entre los 4,5 millones de ciudadanos libaneses, que es de más de 400.000 infectados y supera los 5.000 decesos.

Y eso son solo las cifras oficiales. Las organizaciones humanitarias sospechan que la realidad en los campamentos de refugiados es mucho peor. Primero, por el alto coste de las pruebas de detección de la enfermedad, inasumible para el grueso de las personas desplazadas que los habitan. Y segundo, porque a menudo los infectados se ven obligados a ocultar su enfermedad para poder seguir trabajando, ya que la mayoría son jornaleros agrícolas y no pueden permitirse una cuarentena de dos semanas sin ningún tipo de subsidio ni seguro social.

El precio de un test de coronavirus oscila entre las cien y las doscientas mil libras libanesas, en función del hospital, es decir, entre 55 y 110 euros. Una cifra inalcanzable para una población que ha vivido un vertiginoso aumento de la precariedad económica en solo un año. En el 2020, el 89% de la población refugiada en Líbano pasó a vivir bajo el umbral de la pobreza extrema, cuando en el 2019 este porcentaje era del 55%, según fuentes de la ONU.

Ahora viven con menos de 170 euros por persona al mes, que es menos de la mitad del salario mínimo en el Líbano, fijado en unos 370 euros. Este ingreso mensual, que está asegurado por el ACNUR, ha disminuido de valor con el colapso de la divisa local, ya que un euro vale ahora más que 1.800 libras libanesas. Este empobrecimiento afecta a todos los residentes en el país, pero los refugiados se llevan la peor parte, sobre todo en plena pandemia, ya que los campamentos son un entorno ideal para multiplicar la propagación del virus.

No hay sitio en los hospitales para los enfermos críticos, hay una gran escasez de respiradores y en los campos solo reciben la poca ayuda que pueden brindarles organizaciones internacionales como Cruz Roja o el propio ACNUR o entidades benéficas locales.

Además, la cuarentena individual es imposible en las tiendas de campaña en las que se hacinan familias de hasta ocho miembros. Y este invierno ha sido todavía peor. Con las fuertes nevadas caídas en algunas zonas del país, hubo tiendas de campaña y refugios endebles que se vinieron abajo, y hubo personas que tuvieron que alojarse en las carpas u hogares de otras familias. Al aumentar el hacinamiento se incrementaban también las posibilidades de transmisión del virus.