Líbano está cerca de una catástrofe humanitaria y no es solo por la presencia de refugiados en su territorio. La guerra en la vecina Siria, que cumple ahora diez años, ha incrementado la población en más de un millón de personas. En cinco años, el tiempo que Arapaz lleva atendiendo a refugiados en la región, la crisis política, social y económica se ha agudizado hasta casi tocar fondo.

La moneda local, la libra libanesa, se ha devaluado al 50% respecto al dólar. Los precios de los productos de primera necesidad se han triplicado y las remesas de entrada de dinero de la diáspora, una de las primeras fuentes de ingresos del país junto a la agricultura, se ha minimizado, ya que la mayoría de los bancos, controlados por EEUU, se negaron a acepar envíos del extranjero.

Líbano ha entrado en una nueva espiral de decadencia que puede acabar en la autodestrucción, con revueltas sociales que probablemente serían masacradas porque este es el tablero donde juegan sus intereses todos los países de alrededor, sin olvidar que su historia está sembrada de periódicas guerras civiles. Salvando las distancias, a veces recuerda cómo se empezó Haití, pero allí con desastres naturales incluidos. Líbano se puede convertir en otro estado fallido.

Van por el tercer gobierno en cinco años, a pesar del tutelaje de la diplomacia francesa. Emmanuel Macrón visitó Beirut e impuso un gobierno tecnocrático que al poco tiempo fracasó por las revueltas populares. El presidente libanés, el cristiano maronita Michel Aoun, ha vuelto a poner de primer ministro a Saad Hariri, que ya fue destituido por las manifestaciones del 2017, cuando la sociedad civil se echó a la calle, liderada por mujeres de todo credo que señalaron la corrupción de la élite secular. La chispa de aquel incendio fue la intención de poner una tasa al uso del WhatsApp.

El problema viene de mucho antes, porque Líbano es un país articulado por un pacto de las tres entidades religiosas mayoritarias, auspiciado por la comunidad internacional que les impuso reformas en la constitución. A los católicos maronitas les corresponde la Presidencia; a los sunís, el primer ministro; y a los chiíes, el presidente del Parlamento. Esa élite política, que solo es el 1% de la población, controla el 40% de la riqueza.

En agosto del año pasado hubo una explosión en el puerto de Beirut. Hay dudas sobre sus orígenes, aunque parece ser que fue un cúmulo de incompetencias administrativas, que produjo más de ciento cincuenta muertos, muchos heridos y destrozos y, lo que es peor, una frustración colectiva incrementada por el peor momento de la pandemia de covid-19.

Las vecinas potencias, Israel e Irán, enemigas entre sí, no miran de reojo sus intereses estratégicos en Líbano; Israel, por la aparición de bolsas de petróleo en aguas territoriales comunes fronterizas; e Irán, moviendo sus fichas en las guerras de Yemen, Siria e Irak, con sus socios chiíes de Hezbolláh en el pistoletazo de salida del tablero de juego libanés.

En estos momentos se habla de 800.000 refugiados, cifras oficiales, pero las organizaciones no gubernamentales calculan el doble. En el valle de la Becá, en la carretera que une Damasco y Beirut, Arapaz atiende, con financiación aragonesa y socios locales, los campos de refugiados de Taalabaya, Taanayel, Barelías, Anjar y Rafeed. Están en la provincia de Chtoura, donde las ayudas han decrecido en los últimos años. Después de tanto tiempo, las oenegés, sobre todo del norte de Europa, así como las organizaciones relacionadas con Naciones Unidas, han bajado los recursos por falta de donantes. Y a esto hay que añadir lo ya comentado de la dificultad para enviar dinero al país.

Hace tiempo que los refugiados tienen que trabajar para su sustento. Ahora, el poco trabajo que hay entra en colisión con las necesidades de los propios libaneses, produciéndose brotes xenófobos. Hay que destacar que muchos refugiados han delinquido para sustentarse y proliferan los matrimonios de conveniencia de viudas de guerra. Las tiendas de campaña se incendian misteriosamente cuando sus ocupantes, o bien han vuelto a Siria, lo que hace una minoría, o han encontrado un mejor acomodo en pisos. Los propietarios de los terrenos necesitan recuperarlos para poder cultivarlos, ya que la necesidad les condiciona.

Es prácticamente imposible mantener medidas preventivas frente a la pandemia. Las tiendas de campaña ya están muy deterioradas y el covid-19 atraviesa sin control los plásticos y las arpilleras, contagiando a gente que luego no va a tener una asistencia sanitaria porque ni siguiera llega a los propios libaneses. De hecho, los hogares en las grandes ciudades están acumulando medicamentos, dejando desabastecidas las farmacias, tal como pasó en España con el papel higiénico al principio de la pandemia, pero allí con el plus del dramatismo.

¿Qué pasaría en cualquier país europeo donde hubiera un refugiado por cada cuatro habitantes, como es el caso que nos ocupa? Probablemente, Líbano, país que acumula en su historia desencuentros y manipulación importada, renacerá. Pero ahora está al borde caos.