La abdicación del Rey en favor del príncipe Felipe debería abrir necesariamente el debate sobre la regeneración de la democracia española, asunto mucho más profundo que el de la Jefatura del Estado. Los problemas del sistema ni son monárquicos ni son republicanos. Son problemas provocados por el modo de comportarse de quienes han ejercido la representación y el poder real durante el reinado de Juan Carlos. Problemas que corren el riesgo de enquistarse si no se aprovechan las posibilidades que acaba de abrir para corregirlos el monarca saliente con su gesto tardío de retirada.

La disyuntiva en el relevo requiere tacto y determinación. Hay que apreciar en él la fórmula para erradicar vicios, defectos o excesos de las diversas magistraturas del Estado, muchos y muy graves.

La importancia del momento requiere de altura de miras, insertados como estamos desde ayer en una segunda transición. En el mismo instante en el que Mariano Rajoy anunció que Juan Carlos cedía el testigo a su hijo España inició una nueva etapa de su historia. El pacto PP-PSOE para los asuntos estructurales volverá a funcionar, no sin tensiones, en unas semanas plagadas de incertidumbres que convendría jalonar con decisión, sin despistes, apreciando en la crisis monárquica una oportunidad.

Someter ahora al país a la presión que supondría un cambio de régimen en la jefatura del Estado supondría un entorpecimiento de la misión que debería unir a todos los españoles: la recuperación económica y la novación de la democracia. El momento aconseja aparcar el dilema monarquía-república, con el que se puede seguir conviviendo más tiempo. Los retos de la España del siglo XXI no son los anacronismos de los regímenes hereditarios, sino la aprehensión de nuevos valores cívicos que se han resquebrajado en unos años de crisis múltiples, de desorientación social y de descontento ciudadano.

Felipe VI habrá de tener muy claro que sin abrazar idearios nuevos, sin airear el Palacio de la Zarzuela y sin ejemplaridad y liderazgos verdaderos no obtendrá la autoridad moral necesaria y la legitimidad efectiva para ser y sentirse el Rey de todos los españoles. Está preparado, pero nadie le dijo que fuera misión sencilla conseguirlo, porque él, a diferencia de su padre, estará mucho más vigilado desde el primer momento por una ciudadanía que poco tiene que ver con la que asistió a la entronización de su padre en 1975. Entonces, la mayoría de españoles, más que un Rey, solo querían escapar de Franco.