"En lo estrictamente personal hoy siento que de alguna manera mi dignidad de persona, de mujer, ha sido reivindicada. Lo que viví, lo que soporté, lo que presencié, lo que lloré y lo que supliqué existió, fue real. Por Dios que es importante hacer una constatación más pública sobre los cientos de situaciones aberrantes y bárbaras que por tantos años guardé y restringí a mis círculos más cercanos". María Eugenia Zuloaga transforma sus pensamientos en palabras escritas en cuartillas de papel. Es su terapia psicológica de los recuerdos personales imborrables de un periodo de terror que le tocó sufrir y que ahora se ha decidido a compartir con este diario.

Como otros miles de chilenos, esta mujer tuvo que recurrir al camino del exilio en 1974 junto a su marido, también confinado en un campo de concentración durante 20 meses, después de un cautiverio en el que, embarazada, perdió a su bebé. Como en el caso de su compañero, no hubo acusación, tampoco mediación de la justicia. Ambos militaban en el Partido Socialista. Hoy ejerce de asistente social en Santiago y sobrelleva con muchos de sus vecinos las secuelas de los horrores de la dictadura militar.

Tan lejos, tan cerca

Han pasado 31 años del derrocamiento de Salvador Allende, aquél 11 de septiembre de 1973, y el país ha recuperado la memoria de lo que supuso el régimen militar de Augusto Pinochet, con la publicación de un informe de 646 páginas y 10 capítulos, en tres tomos, en el que se concluye que la tortura y las detenciones constituían "una acción sistemática institucional del Estado".

María Eugenia Zuloaga es una de las más de 35.000 personas (la número 27.035) que testificaron ante la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, impulsada por el presidente de Chile, Ricardo Lagos, el 12 de agosto del 2003.

"Señalé entonces que era inmenso el sufrimiento de las víctimas, de quienes fueron detenidos y encarcelados por razones políticas, la mayoría torturados. La madurez de Chile requería conocer aquella parte de la verdad que aún estaba oculta. Si queremos no vivir nunca más lo vivido, es necesario que nunca más volvamos a negarlo", afirma Lagos en declaraciones a este diario, en el Palacio de la Moneda.

Los relatos de las víctimas retratan una crueldad extrema de los torturadores con las personas detenidas. Jaime Francisco Troncoso Valdés tiene ahora 53 años, está casado y tiene dos hijos. Vive en la comuna de Nuñoa, en Santiago. Detenido el 2 de mayo de 1977, iba al encuentro de un amigo. Una docena de individuos vestidos de civil le secuestraron en plena calle.

Le tiraron al suelo, le encapucharon amenazándolo de muerte con un revólver en la boca. Le trasladaron a un centro de detención y tortura que, por la cercanía del sonido de trenes, dedujo estar cerca de la entonces estación de Mapocho. No se equivocó. Ahí estaba el cuartel de Borgoña, de la temible Dirección de Inteligencia Nacional (DINA).

Jaime Troncoso tuvo poliomelitis de niño, razón por la que se desplazaba con muletas y un aparato ortopédico en una pierna. Durante los 22 días que duró su confinamiento fue torturado "con electricidad en el aparato ortopédico, en los genitales, en la boca, en la lengua, en el pene, en los testículos".

La tragedia personal

"Fui sometido a largas horas de privación de sueño, sin agua ni alimento alguno, con simulacros de eliminarme colocándome el cañón de la pistola en la cabeza --explica-- y haciendo pasar la bala del cargador. También me daban fuertes golpes en los oídos con un teléfono, me hacían el submarino asfixia por inmersión en aguas fecales, me arrancaban el pelo y me golpeaban en el tórax, bazo y otras muchas partes del cuerpo".

La discapacidad de Jaime Troncoso no pasó inadvertida para sus torturadores. Además de las vejaciones y las bromas humillantes sobre su limitación física, fue arrojado por una escalera, sabedores sus verdugos de que al final de la caída no podría moverse por sí solo. "Una noche --recuerda en una habitación de su casa repleta de libros--, siempre con una venda en los ojos, me metieron en un furgón y me dejaron cerca de una acequia. Al día siguiente, en El Cronista, un diario pinochetista, aparecía yo como autor de actos terroristas, de profesión relojero y prófugo de la justicia".

Durante ocho meses se refugió en un convento de monjas de clausura. Aunque tampoco resultó fácil, la embajada de Venezuela fue su salvación de tránsito, hasta su exilio definitivo en la Suecia del socialdemócrata Olof Palme. "Tuve suerte --reflexiona--. Pertenecía a la dirección clandestina del Partido Socialista y la presión internacional permitió que al final pudiera exiliarme, aunque, eso sí, tras ser expulsado de Chile".

Jaime Troncoso es el testimonio número 24.605 en la larga lista oficial de casos de tortura y detención política contrastados y validados por la comisión presidida por monseñor Sergio Valech, obispo de Santiago. "No tengo odio pero sí mucha rabia", afirma con el dolor reflejado en su cara. "Se truncaron --añade-- muchos proyectos vitales. Muchos no han podido reinsertarse en la sociedad. Las lesiones nos marcaron para siempre. La tortura es irreparable y jamás se puede olvidar; sólo se puede mitigar el dolor con reparaciones justas e integrales".

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