No celebran capítulo ni visten capas ni cantan La vaca lechera. De momento, no. Pero la cofradía está muy extendida y ya cuenta con un miembro más.

¿Han visto cómo va la gente? Si es que andan tan cabreados que parece que les hayan pisado la cola (con perdón sea dicho). Te acercas a cualquiera con la mejor de las intenciones y, haciendo uso de las reglas de urbanidad, establecidas en su día y, eso sí, más acabadas que el argumento de un político en campaña, le dices ¿Cómo está usted?, y va el menda y te suelta aquello de ¡Pues, anda, que usted! Y tú, que no eres de piedra, respondes a la provocación con un ¿Qué te pasa a ti, eh, so listo... ?, y ya está liada.

Total, por un saludo que pretendía ser amable se arma la bronca y empiezan a brotar tacos y familiares de carrerilla. Entras en una tienda, un decir, y saludas, con la obsoleta educación bregada en uno de los infinitos planes que en el Ministerio han sido, Buenos días, ¿quién es el último?, y te miran de arriba abajo como si fueras un holograma de Putin. El último es usted, tira de retranca el más amargado de los presentes. Y el tendero, que ya debería saber aquello del cliente y la razón, incluso él, te traiciona y suelta: Buenos días, buenos días precisamente... ¡con la que está cayendo!

Pero qué coño cae, si en este país siempre ha sido así, si siempre ha caído; si cuando entra el anticiclón de las Azores, nos enredamos en tormentas dialécticas o chaparrones políticos y hasta en terremotos de corrupción... Llegas a la consulta del médico, la sala abarrotá, todos con cara de mala uva, te dan un repaso y se nota que están pensando qué tendrá éste, con esa cara de vicio, a saber qué virus le corroe, de cintura para abajo ha de ser. Bueno, pues te dices, conmigo no han de poder, y pegas la hebra con el más próximo: Cuánta gente, habrá que tener paciencia. Y el tío te remata: Paciencia, la nuestra, que llevamos aquí horas. A usted no creo ni que le atiendan hoy. Hala, simpático, que eres el espíritu balsámico del sistema sanitario.

Y si vas de gestiones, y con la razón en el bolsillo, lo mismo.

Recibo un cargo del banco a mi maltrecha cuenta por unos esquíes -yo, que no he pasado de los charcos helados, cuando había-, y me asegura el empleado que lo mío es Formigal, y yo venga y dale que nones, que como ese Formigal no sea un bar, pues que no. Si lo sabremos nosotros, insiste el nota. Acaloramiento en medio de un microclima de crematorio en hora punta. Y sale el director de la sucursal, un tipo con la vocación de fiscal hecha papilla y que se ha comido todas las pelis de juicios de los USA, que me interroga de esta guisa: ¿No es más cierto que usted adquirió el día tal unos esquíes en los almacenes equis por importe de... y que ahora se niega a afrontar el dispendio suntuario?. Y yo, a su altura: Con la venia, váyase a hacer puñetas, y le doy diez días para plantar esa lechuga en su huerto, que no es el mío.

Con gusto me cambiaría de banco, pero creo que les fastidia más que me quede con ellos, así que lo dejo correr. A la semana se aclara que la compra era de mi hermano, con quien coincido en iniciales e incluso comparto apellidos. Y con quien me llevo bien... pero no hasta el punto de costearle los suntuarios.

Claro, llega un día en que te cambias de acera (metáfora, ¿eh?) y te apuntas a la mayoría, a la cofradía del cabreo permanente, porque no puedes seguir luchando contra corriente y ser un raro, raro, raro. Y sales con la escopeta preparada, a recuperar el tiempo perdido, esperando que alguien te salude para empezar a dar mandobles a diestro y siniestro. Llevas el ánimo forzado a licenciarte en desplantes, pero con la felicidad de saberte integrado, de ser uno más del rebaño. Ya eres un par de ubres haítas de mala leche y hasta te desafina el cencerro.

El mundo es tuyo, y se van a enterar...