Uno de los libros que más ha influido en mi vida es El manantial de Ayn Rand. Aún hoy lo releo una y otra vez y continúo mi proceso de admiración, asombro y, por qué no decirlo, de comprensión, a causa de las palabras de Howard Roark, el arquitecto protagonista de la historia. Nunca fue más cierta la máxima de aquel poeta callejero que decía: “¿Cómo es que te encuentro encerrado en una habitación con la luz apagada y un libro entre las manos? Es que ayer leí dos líneas y hoy estoy todavía reflexionando sobre ellas.” Y esa reflexión se alarga y alarga. Hay días en los que es imposible quitarme de la cabeza ciertas líneas del imponente discurso esgrimido por Howard Roark para defenderse en el juicio perpetrado contra él por toda clase de trepas, envidiosos, mediocres, etc. Me refiero al momento en el que el irreductible arquitecto dice: “La mente es un atributo del individuo. No existe una cosa tal como un cerebro colectivo. No hay una cosa tal como el pensamiento colectivo. La mente que razona no puede vivir bajo ninguna forma de compulsión. No puede ser reprimida, sacrificada, subordinada a ninguna consideración, cualquiera que sea. Un hombre piensa y trabaja solo.”

En la soledad de mi habitación, me imagino entonces al hombre o a la mujer libres, pensantes, sin depender de nadie. Nadie decide por ellos. Solteros o casados tendrán idénticas posibilidades de ser felices. Nadie elige por ellos su pareja, ni su tipo de matrimonio o de unión. Educarán a sus hijos según sus principios. Serán de un partido político X, pero si lo hace mal lo reconocerán. Serán del equipo de fútbol Z, pero si sus directivos no actúan con honradez o los jugadores se comportan como mercenarios, no les gustará un pelo. Debatirán entonces consigo mismos y, si tienen que cambiar de partido político o de equipo de fútbol, lo harán. La publicidad tiene sus días contados. Se ríen de los anuncios. No les hacen ningún caso. Nadie les dice cómo han de vestirse, cómo deben oler, qué deben comer. No piensan apostar a NADA. Pisotean sus móviles hartos de su obsesiva dependencia. Mandan cartas y felicitaciones navideñas por el correo de toda la vida. Presentadores de televisión seguirán esforzándose para que piensen blanco o negro. Todavía no se han enterado de que ese hombre o esa mujer reconocen a la legua a los manipuladores y a los farsantes.

No quisiera borrar de mi mente esta ilusión. No quiero que sea un sueño. No me gusta un hombre o una mujer dependiendo de las opiniones de los demás; esclavo de manipuladores y de prejuicios. “Si la esclavitud es físicamente repulsiva -vuelve a decir Howard Roark- ¿cuánto más repulsivo no será el concepto de la servidumbre del espíritu?