Aquel hombre había trabajado duro desde su infancia. Muy duro. A los treinta y cinco años ya era dueño de una gran fortuna. Se dedicó a viajar; conoció muchos países y a todo tipo de gente. Se casó y se separó varias veces pero no tuvo hijos. Nunca le importó el hecho de no tener descendencia. Pensaba que tenía tantas cosas por hacer; tantos retos que conquistar, tantas filosofías por conocer… que, de ningún modo, podría ser su prioridad cambiar los pañales de los niños.

Pero el hombre no era feliz. Le faltaba algo. Lo había buscado en todas partes pero no lo encontraba. Cada vez que iniciaba un viaje a cualquier lugar del mundo lo hacía con la esperanza de encontrar ese algo que le faltaba. Lo buscaba sobre todo en lo espiritual. Pasó algunos años en China y en la India. Estuvo largas temporadas en el Tibet con los monjes budistas. Es cierto que volvía sereno, templado y en paz consigo mismo pero siempre le inundaba una cierta tristeza. Fue voluntario para varias oenegé. Ayudó no solo económicamente sino in situ, en el corazón de la fealdad y de la pobreza. Mas la tristeza no desaparecía.

Pasaba ya de los cincuenta años cuando, en una comida familiar, su primo Juan, director de un buen colegio de Madrid, trataba de convencer a su sobrino de veinte años, para que aceptara un trabajo como vigilante de patio en dicho colegio.

- Venga, Carlos, son solo dos horas, de una a tres, y te ganas un buen dinero. Podrás ir ahorrando para comprar ese portátil que tanto te gusta o para invitar a tu novia a unas buenas vacaciones.

- No -respondía el joven-. ¡Buff! Vigilar a todos esos críos de Primaria. Los pequeños anda que no serán pesados, y los de sexto tienen ya once años, casi la edad del pavo. No gracias, tío.

- Bueno, allá tú - replicó resignado su tío.

- ¿Y si cojo yo ese trabajo, querido primo? -terció nuestro hombre.

- ¿Tú? ¿Estás loco, primo? -preguntó sorprendido Juan-. Uno de los personajes más influyentes del mundo trabajando como vigilante en el patio de un colegio… Tanta filosofía hindú te está volviendo majareta.

- Nunca he trabajado con niños. Es de lo poco que no he hecho en esta vida. Pruébame un par de semanas y si no trabajo bien me lo dices y lo dejo.

Juan aceptó a regañadientes ya que estaba convencido de que su primo dejaría enseguida su puesto de vigilancia. “Un hombre de mundo como él que no es capaz de vivir dos días seguidos en la misma ciudad, no aguantará en el patio ni diez minutos.”

El hombre viajero, rico, triunfador y poseedor de una gran sabiduría, comenzó a trabajar de vigilante. Debajo de un porche del patio controlaba a los niños y niñas de Primaria. Si veía a algún niño solo o triste le animaba a jugar con sus compañeros. Si alguno se hacía una herida lo llevaba a la enfermería del colegio. Poco a poco se iban acercando a hablar con él. Sabía tantas historias que los niños dejaban sus juegos solo para escucharlas. Un día sucedió algo que iluminó por primera vez el corazón del hombre. Un niño de seis años tropezó mientras corría y cayó al suelo dándose un buen golpe. El hombre lo levantó del suelo y lo llevó a la fuente a lavarse. El niño lloraba amargamente y se quejaba mucho de la pierna izquierda en la que solo tenía un leve rasguño. Sin embargo, en la parte derecha de su frente, le había salido un chichón del tamaño de una bola de ping-pong. Los mocos le caían a chorros hasta la comisura del labio superior. El hombre le sonó la nariz una y otra vez y, mientras lo acompañaba a la cocina del colegio en busca de un poco de hielo para el chichón, se sonreía al pensar que el pequeño se quejaba sin cesar del leve rasguño de la rodilla sin tener para nada en cuenta el enorme bulto de la frente. “Anda que si lo viera, ¡madre mía, cómo se pondría!” Llegaron a la cocina y la propia cocinera se asustó al ver semejante chichón. Rápidamente llenó una bolsa con hielo y se la entregó al pequeño. Éste se colocó la bolsa en la parte de la frente en la que no había nada y, mirando al hombre y a la cocinera, dijo con aspecto serio: “Me encuentro mucho mejor” El hombre soltó una carcajada como jamás lo había hecho.

El hombre comenzó a ir contento a su trabajo. Era una sensación que nunca había conocido. Tres niñas de once años: Alexia, Rocío e Inés, estaban encantadas con sus historias. Lo que no sabían es que el hombre era feliz cuando ellas contaban las suyas. Unas veces le hacían teatro; otras, le cantaban; otras, bailaban; otras, contaban chistes. Alexia, Rocío e Inés; tres ángeles de felicidad, de bondad y de alegría. Siempre riendo, siempre de buen humor, siempre en sus mundos de fantasía, de magia y de luz. Diferentes entre ellas pero unidas por la alegría. La alegría. Lo que él nunca había conocido. ¡Qué felicidad sentía en su camino al colegio! ¡Qué regalo de Dios la visita diaria de las sonrientes niñas! ¡Cómo llenaban su corazón de vida, de colores, de canciones, de brisa fresca y nueva!

Fueron unos meses inolvidables. El hombre siguió como vigilante de patio los años siguientes. Realmente le gustaba aquel trabajo, aunque nunca recibió tal cantidad de alegría como en su primer año cuando le visitaban cada día Alexia, Rocío e Inés. El día que las tres jóvenes -ya con diecisiete años- abandonaban el colegio, el hombre se les acercó y les regaló a cada una, a modo de despedida, un libro titulado: Ari, la niña de las estrellas. Alexia, Rocío e Inés, le dieron un montón de besos y abrazos. También se vieron lágrimas rodar por alguna mejilla.

Sí, habéis acertado, queridos lectores. El hombre rico, lleno de éxito y de sabiduría encontró por fin lo que andaba buscando. La alegría. Pero era un hombre generoso y por eso les regaló un libro. Una bonita y mágica historia. Y vosotros pensaréis: “¿Generoso? ¿Solo por regalar un libro?” Pero… es que… no era un libro normal y corriente. Ari, la niña de las estrellas era muy, muy especial. Ari, la protagonista de la historia, se llamaba así en recuerdo de las tres niñas. Su nombre estaba formado por las iniciales de Alexia, Rocío e Inés. Ari. En ese nombre, en esa niña, se encontraba el espíritu de las tres amigas. Cada vez que una de ellas abría aquel libro, montones de estrellas salían de sus páginas y las envolvían como una suave caricia. Las estrellas les entraban por la nariz, los oídos, las puntas de los dedos de sus manos; a través de sus cabellos, de sus ojos, de sus sonrisas. Y… las volvía niñas de nuevo. Las volvía alegres, confiadas, con la capacidad de asombro intacta. Tuvieran la edad que tuvieran, cada vez que abrieran el libro, Ari, la niña protagonista, las cubriría de estrellas. Y Alexia, Rocío e Inés, recuperarían el alma de niña y se buscarían para jugar juntas al difícil juego de la vida. Y lo harían con su corazón lleno de optimismo, de bondad y de alegría.