De pequeño quise ser camarero, además de bombero y conductor de tren. No he dado ni una, y dependo de los tres. Quede claro que, a mí, los camareros me caen bien: no se puede ir contra la mano que te da de beber. Es lógico enfadarte con el guardia de la multa, la grúa sin alma o el cajero que te ingiere el plástico y se regodea con absurdos mensajes, ¿pero con el camarero? Ni hablar. Son hombres y mujeres de aguante, confesores de borrachos, psicólogos de barra, estoicos ante los pelmas, pacientes de la estupidez, capazos de la impertinencia...

Sin embargo, este mundo tan amalgamado ha venido en derivar hacia un tótum revolútum y muchos tienen/tenemos cambiados los papeles. Así, hay políticos cuyo auténtico oficio sería vender motos; otros, arquitectos, deberían limitarse al Lego; algunos periodistas podrían/mos apilar ladrillos en lugar de letras; más de un guardián del orden encajaría bien manejando una motosierra; ciertos cirujanos deberían dedicarse a coser chochonas; y determinados conductores no deberían salir nunca de la autoescuela.

Ustedes mismos pueden apañar una lista basándose en sus experiencias. Lo malo es juzgar el todo por la parte y echar al mismo cesto grano y paja. Dicen que el capitalismo ya no protege como antaño a sus hijos, que a la mínima los envía a la cola del Inem. Al menos, podría formarnos mejor. Les cuento.

De entrada, hay dos tipos de camareros: el diligente y el otro. A este último me lo vengo tropezando en numerosos bares y, aunque cambia de aspecto -más gordo, más alto o menos narigudo- lo reconozco y sé que es el mismo, entre otras cosas porque las posibilidades matemáticas de dos mendas como éste iguales son desechables. Actúa a piñón fijo y, apenas te ve entrar en el local, echa a correr hacia el otro extremo, justo donde no hay clientes, como si fuera a sacar un córner. No se sabe qué hace, pero no para. De la barra hacia adentro, su actividad es frenética, manejando vasos, botellas, pasando el trapo, flirteando con la cafetera... pero hacia afuera es un prodigio contemplar su nula productividad: similar al déficit cero, eternamente perseguido por el Gobierno de turno.

- A ver, un café con leche -dice un desesperado a punto de ahogarse con la magdalena.

- Ya va, ya va, que no puede uno estar en todo -contesta este modelo bípedo de huelga general mientras los demás preguntamos inútilmente al atragantado si lleva mucho rato en el intento. Por fin aparece en el área pequeña y dice con suficiencia: Aquí está ese aperitivo. El tipo del café con leche mira el vermú y se calla, sabe que flotan en el ambiente remedios peores que enfermedades.

El camarero -pónganle nombre en virtud de la experiencia- nos mira a los demás e inquiere, barbilla al aire, con el gesto puesto de qué va a ser. Como le hemos calado, pedimos al tuntún, condenados de antemano a pillar lo que traiga. A mí me tocó una menta con hielo. Peor le fue a otro cliente, reseco y sudoroso de hacer running, que hubo de vérselas con una de callos.