Todo sucedió el cuarto sábado como voluntario para la Fundación Genes y Gentes y su terapia de ayuda Animal Amigo para niño-as con enfermedades raras.

Se llamaba Claudia. No recuerdo bien su edad. Unos ocho años, tal vez. Sin embargo, lo que sí recuerdo es que tenía todos los síndromes y problemas del mundo: retraso mental y físico degenerativo, huesos de cristal, visión frontal únicamente… Una muñeca de brazos rotos y mirada perdida. Yo cogí la muñeca de la silla y la tomé en mis brazos. Entramos en las cuadras. Los demás niños daban de comer a los caballos, los acariciaban, hablaban con ellos. Claudia se aferraba a mi espalda como un monito. A veces arrancaba su frágil mano de mi jersey y la llevaba a la cara del caballo. Nada. Entraban en contacto con absoluta frialdad. Ni el caballo sentía la caricia, ni ella reaccionaba a la aspereza de su piel. Vamos, que la terapia con los caballos parecía no funcionar. “No me extraña”-pensé. “Ella tan delicada y ellos tan rudos y… tan cabrones”, ya me habían mordido dos veces.

Salimos de las cuadras de la Policía Municipal. Ellos nos cedían sus caballos y perros para la terapia a niños con síndromes raros. Uno de los policías se acercó con un pastor alemán de los que buscan drogas. Era enorme. Se nos ocurrió una idea. Sentamos a Claudia en su sillita y le atamos a su muñeca un extremo de la correa del perro. Los pusimos a la par. Queríamos que la pequeña sintiera que llevaba, que paseaba, al enorme can. Era un riesgo. Si el perro no seguía el ritmo del cochecito que un policía iba empujando, si se echaba a correr, tiraría a la niña de la silla. Pero durante los cien metros que recorrieron, aquel maravilloso animal no se despegó ni una sola vez del cochecito. Es más, si la niña se quitaba la correa, el perro se paraba y nos daba tiempo para que la atáramos de nuevo a su muñeca. Vi un cierto atisbo de sonrisa en las muecas de Claudia. La prueba había sido un éxito.

Llevada por la emoción, una de las monitoras le propuso a la madre de Claudia subir a la pequeña a un caballo. La madre aceptó sonriente y yo les dije que aquello me parecía una locura. Seguía sin fiarme de los caballos. De todas formas, ayudé a subir a la niña. El policía de bigote que estaba ya montado rodeó a Claudia con sus brazos y tomó las riendas. Me alejé de allí pensando lo poco que me fiaba de los hombres con mostacho y, ¡señor mío!, menos aún de los caballos. Apoyé la barbilla en el cercado de madera y… entonces sucedió.

Quizá algunos crean que lo invento. ¡No! Seguramente pensarán que exagero. El caballo comenzó su paso. Lo hizo lentamente, sobre una arena que los rayos del sol iban cambiando de color, como si la hubieran transformado en un arco iris de cristal. A cada paso, Claudia se encontraba más a gusto. Le gustaba el balanceo del caballo y se sentía segura en brazos de aquel policía. ¡Aquel policía!... ¡Joder!, era un buenazo. Tenía la cara radiante llena de ternura, como la de un niño que acaricia por primera vez a un cachorro. Y, de pronto, la oímos. ¡Sí, Claudia se estaba riendo! Pero es que… eran carcajadas. ¡Eran carcajadas! Me invadió la alegría de todos los que presenciaban la escena y, mis ojos, se llenaron de lágrimas. Pude contenerlas. Sólo fue en aquella ocasión.

Desde entonces siempre que cuento esta historia termino llorando. Creo que a Oscar Wilde le sucedía lo mismo cuando leía a sus hijos El gigante egoísta. Lo que presencié aquel día fue algo extraordinario. Claudia había llegado al límite de sus posibilidades. Había logrado el máximo objetivo: unas carcajadas. No está mal el premio. Se igualaba así al médico que salva la vida de un paciente, al físico que logra el Nobel, al deportista que consigue el oro olímpico.

Días más tarde, una de las personas responsables de aquel maravilloso proyecto llamado Animal Amigo, me pidió un informe sobre los niños y niñas que habían acudido el sábado a la terapia con caballos y perros. Al cabo de una hora se lo entregué. Le entregué lo que ustedes acaban de leer. El viaje de la pequeña Claudia al País de la Alegría. “Tenías que haberlo hecho más científico”-me dijo. Le arrebaté el informe de las manos y lo guardé en mi carpeta. Me dirigía a la puerta cuando le oí decir: “No te enfades, hombre, que no es para tanto”. Me giré hacia él y le dije: “Joder, lo que yo vi el sábado no tenía nada de científico”.