Estos días me ha llegado la buenísima noticia para Zaragoza, de que ha sido nombrada Capital del Baloncesto Español 2019, y yo, como exjugadora de baloncesto profesional que soy, no he podido por menos que alegrarme. Pero también me llegan otras noticias que me entristecen, porque denotan una pérdida de la deportividad en las canchas y campos de juego infantiles y me hacen plantearme qué fue de aquellos valores que me inculcaron a lo largo de mi trayectoria deportiva y que han afectado directamente en mi desarrollo profesional.

Los valores del deporte van mucho más allá del ejercicio físico. Porque ejercitar el cuerpo se puede hacer de cualquier manera, pero los valores se aplican a cualquier otra faceta de nuestras vidas, tanto a las relaciones personales como a las profesionales.

En mi caso concreto, como Relaciones Públicas, es especialmente esencial lo que aprendí jugando en primera plana del baloncesto profesional. Ya desde pequeña, al salir de mi entorno familiar y escolar, me encontraba en las canchas con otras muchas personalidades diferentes con las que tenía que encajar, adaptarme y empatizar.

Y eso es justo lo que ocurre luego en el mundo real, pero acentuado además cuando se entra en el deporte de base y uno se profesionaliza, porque quedan en evidencia otras características muy humanas, como son la necesidad de ganarse la vida y de obtener un puesto con vistas a una revalorización en el mercado laboral.

Sin embargo, cuando yo era joven, mi generación tenía referencias como Michael Jordan o Epi (lamentablemente, en esa época solo masculinas), que nunca asociaba al hecho de que por su talento ganaran mucho dinero sino que eran grandes por su capacidad de liderazgo, sirviendo al equipo, cosechando triunfos y aceptando derrotas. Y eso sí que es algo que he mantenido después en mi profesión, porque en el mundo de la comunicación, el Márketing y las Relaciones Públicas, cuando se hace algo muy bien porque trabajamos para un cliente, el éxito es del cliente; en cambio, cuando uno patina, la responsabilidad es solo de uno mismo. Sin embargo, yo lo asumo porque me prepararon para ir a ganar haciendo todo lo posible con el equipo y a aceptar que, a veces, se pierde o que hayas contribuido al éxito, pasas desapercibida.

Lo que me parece triste actualmente, es que ahora en el deporte prima todo lo superfluo: el dinero, la fama, la publicidad… sobre el resto de cualidades que podría aportar a nuestros niños y jóvenes, como puede ser la capacidad de sacrificio. No deja de sorprenderme que, estando comprobado que hacer deporte puede salvar a los niños de problemas como la adicción a los videojuegos, se les castigue sin ir al fútbol, por poner un ejemplo, por sacar malas notas. No soy pedagoga, solo soy una superviviente del deporte y una trabajadora incansable probablemente gracias a él, pero creo que prohibirles practicarlo sólo empeorará su educación.

Si algo he aprendido del deporte es que no hay éxito sin esfuerzo y a veces hay que sufrir, porque la vida conlleva sufrimiento, si bien, por encima de todo, hay que divertirse, que es algo que yo eché de menos por mi propia forma de ser.

Además, cuando hay mucha responsabilidad, ya que representas a una entidad como el Banco Zaragozano en mi caso (con muchísimos espectadores que confiaban en ti y sentían la camiseta y te pedían autógrafos) no solo sirves a tu ego. Aprendes a ser útil para el conjunto aunque eso signifique incluso ser útil por no jugar. Y eso, amig@s es incompatible con la soberbia. Es entonces cuando descubres el valor del interés común por encima del interés personal. Quizás la meta ya no es convertirse en una gran estrella. Quizás la meta es aprender a brillar siendo una sexta, séptima jugadora o incluso la mejor sparring. El deporte en equipo, cuando tienes un buen líder, que es el entrenador, y te enseña a hacerte valiosa en tu puesto, te transmite que todo el mundo es importante para el resultado, no solo quien tiene más visibilidad.

Que es lo mismo que pasa en la vida, en las empresas: tiene que haber un director general, pero también alguien que ponga las piezas del coche o haga los pedidos, y la suma de todos tiene un efecto multiplicador.

Desde la barrera, hoy en día, miro con cierto recelo el deporte escolar. Propongo que se haga un pacto entre colegios o clubes, entrenadores y padres, para que, igual que en las aulas hemos de devolverle su dignidad a los profesores, en el deporte hay que devolvérsela a los entrenadores. Porque esa figura va a ser una gran influencia para cada niño o niña. El respeto ante la sabiduría del que te enseña no puede quedar opaco ante una repentina pseudosabiduría del padre y la madre que, básicamente, lo que desean es sentirse orgullosos de que su hijo brilla, cuando el niño, ya brilla por sí solo.

Los padres son los mejores entrenadores emocionales que puedan tener los pequeños. Eso significa que tienen la oportunidad de dar amor a través del apoyo incondicional al sueño de su hijo, sin que suponga una presión constante o una obligación para él. Y es que veo a muchos niños frustrados por no alcanzar ni cumplir las expectativas de sus padres.

Además, el deporte permite que un niño que en principio no destaque, cuando se desarrolla, se convierta en un filón profesional o todo lo contrario; con lo cual, hay que pretender que el niño se divierta por encima de todo, porque cuando se compite se gana y se pierde, se aprende de los errores. Lejos de todo eso, estamos acostumbrando a nuestras criaturas a que todas ganan, pero cuando sean mayores y se encuentren con una frustración, no van a estar preparadas para tolerarla y superarla para seguir adelante e ir, de nuevo, hacia su próxima meta profesional. Normalicemos el fracaso para aprender de él.

Hagamos pues de nuestros hijos, unos campeones del esfuerzo, del compañerismo, de la generosidad, de la autoestima... y recuerden, a veces se gana y a veces se aprende.