Decía Braulio Foz en la 'Vida de Pedro Saputo' (1844) que más nos valía librarnos de los tontos, “porque tratar con ellos es lo mismo que entrar de noche y sin luz en una casa revuelta”, pero que peor aún eran los hombres agudos, aquellos que tendríamos por los más inteligentes, debido a que lidiar con su sola presencia requeriría por nuestra parte del uso de cinco docenas de sentidos (a los cuales habríamos que sumar alguno más en el caso de referirnos a gente “bizca de intención”, pues en ese caso ya no estaríamos hablando de hombres, sino de demonios).

A la vista de los sucesos políticos a los que con asombro asistimos los ciudadanos a través de los medios de comunicación en estos días tan insólitos, no nos queda sino reconocer que, al menos en lo que respecta a Cayetana Álvarez de Toledo, podríamos habernos topado con uno de estos últimos arquetipos de personalidad de los que hablaba el maestro turolense. Da la impresión de que se trata de la figura del lobo en la fábula de Esopo, ese animal inmisericorde que hacía la vida imposible al cordero una y otra vez, sin motivo aparente y sin obtener resistencia a cambio, simplemente porque esa era la actitud con la que disfrutaba más y la que le hacía sentir completo. Es el “colérico” que nos describe Marco Aurelio en sus 'Meditaciones', aquel personaje que se mueve por el impulso de perjudicar, y que por esa razón acaba humillándose a sí mismo cuando lo que hubiera querido en cambio no es otra cosa que humillar a los demás. Es la inteligencia mal gestionada; una persona que redactó una tesis doctoral dirigida por John H. Elliott -que es como decir que te la dirigió Marineo Sículo en el siglo XVI-, pero que en cambio se muestra por sistema incapaz de manifestarse en forma humana. Un perro rabioso. Alguien que siembra y cultiva sin atender a que a aquellas semillas le vendrán sus frutos.

No sé si esta actitud tan poco ejemplar podrá venir del ensimismamiento que debe de generar el cargo, o de eso otro que normalmente llamamos “cuna” y que de forma tan absurda hace creer a muchos que son mejores que los demás, cuando el viento se los llevará (a ellos y a sus chorradas) como a todos los demás. ¿Te das cuenta de que un día te despiertas fuerte y listo para emprender tu oficio con gran acción, y a la mañana siguiente te has transformado en un trozo de gelatina ociosa que vale para bien poco? A la señora Álvarez de Toledo yo le recetaría para su enfermedad el libro de Boecio. Allí verá cómo en el templo de Júpiter hubo dos toneles, uno lleno de bienes y otro lleno de males, cuando todo aquel que lo visitó estuvo obligado a catar ambos, sin excepción; y que entre las grandes dinastías que gobernaron las más poderosas civilizaciones de la antigüedad, también hubo casos -y no pocos- de monarcas que por su mala práctica acabaron sus días repudiados y pobres. Algo leerá de Damocles y de sus delirios de grandeza (mira arriba y verás lo que pende sobre tu cabeza). Algo se le podrá venir a la memoria de cómo acabó Sancho Panza después de haber gobernado su preciada ínsula, con lo pesado que se había puesto con esa cuestión.

Decía Séneca que el hombre obra bien siempre que decide comportarse conforme a la razón. Una frase tan sencilla como universal. Fuerte como un martillo; una verdad inapelable. Y cuando no es posible aplicárselo, como es, me parece a mí, el caso que aquí abordamos, lo que debe tratarse por todos los medios es intentar por lo menos obedecer a eso que sentenció Pascal en el siglo XVII de que la mayoría de los males que rondaban por el mundo se habían desatado en un inicio por no saberse estar uno quieto y callado dentro de una habitación. Así pues, a callar.

Y, en fin, poco más podría añadir a lo ya dicho. Al final no me ha salido una carta de amor (quien quiera una, que se coja a León Hebreo); y con ello no digo que Cayetana Álvarez de Toledo no la merezca. Todo lo contrario. Los estoicos, ya que los hemos ido mencionando en las líneas superiores, predicaban con el amor y pensaban que todos somos merecedores de él. Al fin y al cabo, los seres humanos hacemos cosas de seres humanos, lo mismo que las piedras hacen cosas de piedras y los limones lo que suelen hacer los limones. No debemos extrañarnos, pues, de las faltas de respeto, de la altivez, ni del mal comportamiento de esta mujer: son cosas que están dentro de la naturaleza, y por ese motivo hay que asumirlas sin más.

Aunque una cosa es verdad también. En cierto modo, todos estamos obligados a crecer día a día, a hacernos mejores. No tendría sentido que viniésemos al mundo llorando y reclamando, y que conforme fuésemos haciéndonos mayores, continuásemos erre que erre con lo mismo. Que Álvarez de Toledo se lo meta en la cabeza, por favor, que recuerde las cualidades humanas que Epicteto tenía por más fundamentales -la sociabilidad, la lealtad, el respeto, la cautela y la inteligencia-, que pondere cuidadosamente en cuáles va mejor y en cuáles peor, y que durante el tiempo que nos queda hasta la llegada de la nueva normalidad, se ponga a trabajar en ellas, una por una y sin descanso, como en su día lo hizo el bueno de Hércules empezando por el león de Nemea y acabando por el perro del infierno.