Ya han transcurrido más de cien años desde el estreno de la que a día de hoy es tenida por una de las películas más polémicas de la historia, El nacimiento de una nación (1915), cinta sobre la que todavía no está del todo claro si su artífice, el visionario D.W. Griffith -precursor indudable del lenguaje cinematográfico-, pretendió utilizarla como plataforma propagandística para proyectar ideas racistas, o todo lo contrario -ya que también hay quien sostiene que esta espectacular obra épica opta desde sus primeros minutos por el audaz manejo del sarcasmo para precisamente reírse de toda forma de discriminación-. En cualquier caso, lo que popularmente más ha trascendido de la historia que aquí se narra son las secuencias en las que los hombres de raza negra acaban mostrándose retratados como seres viles movidos por el vicio y proclives a la criminalidad. En la última parte de la película, una ejemplar familia de mujeres blancas es secuestrada por un liberto vengativo que pretende violarlas, situación esta que da ocasión a que un nutrido pelotón de jinetes del Ku Klux Klan las salven heroicamente. Sin embargo, aquel negro malhechor (como muchos de los otros actores que debían interpretar a los esclavos renegados que aparecen a lo largo del metraje) era realmente un hombre blanco con la cara y las manos pintadas de negro, y es que pocos debieron ser los intérpretes afroamericanos que accedieron a participar en la filmación.

Las protestas contra el cuestionable punto de vista de este largometraje fueron prácticamente inmediatas. El estreno se canceló en algunas importantes ciudades de Estados Unidos; la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) mostró su más abierta indignación; y algunos destacables políticos del momento se sumaron a la repulsa. Sin embargo, la población negra de los núcleos en torno a Boston y Filadelfia tuvo que terminar por sufrir la represión de aquellos espectadores más fanáticos que interpretaban lo que veían en el cine al pie de la letra; y aquí el ejemplo más alarmante fue el ocurrido en la localidad de Lafayette (Indiana), donde un hombre blanco asesinó de un disparo en la calle a un joven negro al que no conocía de nada justo después de salir de ver la película.

Comúnmente se ha lamentado el hecho de que semejante joya del cine mudo, que abrió múltiples posibilidades a los modos de hacer tanto técnicos como narrativos en la historia del séptimo arte, fuese al mismo tiempo una obra de la que tampoco se pudiese presumir demasiado. El notorio trasfondo ideológico del cual el filme está impregnado imposibilita además al experto en metodología audiovisual para centrar su análisis -de manera exclusiva- en las cuestiones estéticas y artísticas de la película. Tal hecho, tan cierto como realmente injusto, sería asumido en aquel momento por el propio Griffith, y es así que tan solo un año después del desafortunado lanzamiento de El nacimiento de una nación ya daba por concluida una nueva producción ideada seguramente para acallar las voces condenatorias de la crítica y, de paso, para conseguir también redimirse tras el estrepitoso resbalón que había sufrido con su anterior creación. Esa nueva película se titularía Intolerancia, y en resumidas cuentas estaría llamada a proclamar de manera transparente y sin espacio posible a la confusión que de entre todos los atropellos que el mundo puede acoger simultáneamente, lo que ante todo debe prevalecer es la justicia universal y el respeto a todos los individuos.

Una de las cuestiones más originales que merecen ser destacadas de Intolerancia es la estructura de su trama, que divide lo ocurrido en el metraje en cuatro hilos argumentales diferentes, estando cada uno de ellos localizado en un momento particular de la Historia. Respectivamente, las narraciones escogidas centran la atención en las persecuciones de hugonotes que tuvieron lugar en París durante la matanza de San Bartolomé de 1572; en la conquista de la gran metrópolis antigua de Babilonia a manos de Ciro de Persia (539 a.C.); en algunos episodios clave de la vida de Jesús de Nazaret; y en una historia ambientada en el momento actual que refleja la vida errante de algunos individuos sometidos cruelmente a una serie de absurdas leyes puritanas. Todos estos planteamientos, lejos de presentarse de manera compacta y lineal, se entrelazan constantemente, de tal modo que a la secuencia que tiene lugar en una de aquellas ambientaciones le sucederá otra diferente, y así sucesivamente. Esta cuestión, ya de por sí novedosa, se lleva aún más lejos cuando el espectador comprueba que, independientemente de lo divergentes que puedan ser las historias entre sí, de alguna forma la dirección del relato es común y nos conduce hacia un mismo punto. Conforme avanza la película y los episodios de intolerancia se van acercando a su clímax, las escenas se intercalan con mayor celeridad y lo que a priori parecería un simple cambio de plano se convertirá a veces en un auténtico salto -momentáneo pero impactante- de una parte de la trama a otra.

A pesar de lo chocante de tales innovaciones, o de lo rompedor de su propio planteamiento, al final la nueva película de Griffith fue un rotundo fracaso en taquilla. No ayudó al caso su larguísima duración (superaba las tres horas), ni el hecho de que una historia tan abiertamente pacifista apareciese justo cuando se estaban produciendo los episodios más dramáticos de la Primera Guerra Mundial (pensemos que en menos de un año, los Estados Unidos de Woodrow Wilson entrarían de lleno en la contienda). Como consecuencia, y con la intención de amortizar mínimamente los más de dos millones de dólares que había costado su rodaje, el director se vio obligado a cortar las escenas de las historias ambientadas en Babilonia y en el mundo actual, y en montarlas de nuevo para estrenar dos películas distintas, The fall of Babylon y The Mother and the Law, que naturalmente carecieron de la originalidad y revolución de la primera versión combinada.

Es una pena que debido al descalabro comercial de la película, algunos de sus avances más notorios pasasen desapercibidos para la incipiente industria de Hollywood -aunque no para el cine ruso de Eisenstein-. Con todo, y si bien el mensaje de tolerancia y de resistencia ante la injusticia que se predicaba fueron efectivamente obviados, al menos los aspectos visuales más espectaculares son a la fuerza inolvidables. Recordamos solamente los magníficos decorados que se diseñaron para la reconstrucción de la ciudad de Babilonia, con sus enormes escalinatas, las columnas colosales con terrazas, las monstruosas esculturas de elefantes y grifos, así como el ingente número de extras, de miles de personas, que poblaban sus rincones; las impactantes secuencias que mostraban el descontrol en la capital francesa durante lo más crudo de las matanzas de calvinistas, con hombres destrozando a martillazos esculturas de la Virgen, cuerpos siendo arrojados de las ventanas de las casas y soldados adentrándose con salvajismo en las viviendas señaladas con una X; y también los extraordinarios momentos en los que se sofocaba con la violencia de las armas una huelga de obreros, situación que derivaría en un recrudecimiento de la censura en la ciudad industrial: en los clubes se produjeron redadas, las bailarinas fueron metidas en furgones policiales, la gente comenzó a fabricar de manera artesanal su propio alcohol, y la prostitución solo se produjo en un ambiente de silencio y secretismo.