En la tradición cristiana siempre persistió la creencia de que el fin del mundo llegaría en un momento preciso de la historia. Habiendo transcurrido mil años exactos desde la segunda venida del Mesías a la Tierra, se pensaba que una serie de convulsiones de gran violencia y una guerra directa entre el bien y el mal -el Armagedón-, darían lugar en último término al llamado Juicio Final, un acontecimiento de gran trascendencia en el que todos los seres humanos, los vivos y los ya muertos, serían condenados o salvados en función de sus actos para toda la eternidad. Solamente aquellos pocos afortunados que hubiesen sido dictaminados favorablemente pasarían por fin a habitar las gloriosas calles de la Nueva Jerusalén -ciudad celeste sobre suelo terrenal-, y allí podrían permanecer por siempre tranquilos y gozosos ante la presencia de Dios.

Esta es la profecía oficial que muy resumidamente vemos reflejada en el Libro del Apocalipsis o de la Revelación, el último de los que conforman el Nuevo Testamento y, además, el único de esta clase que fue aceptado para figurar junto a los Evangelios y las epístolas de San Pablo y de los apóstoles. El texto, escrito en primera persona por un hombre llamado Juan -a quien los expertos prefieren no identificar como el apóstol evangelista-, fue compuesto según se asegura durante un destierro del autor en la pequeña isla de Patmos, muy cercana a las costas occidentales de Turquía, en la segunda mitad del siglo I de nuestra era y gracias al testimonio de un ángel mensajero. Allí, en un lugar que comúnmente se ha querido fijar en torno a una cueva natural, el elegido para dar a conocer a la humanidad los infortunios del futuro se dispuso a relatar toda esa serie de episodios de carácter sobrenatural que hoy el mundo en general conoce con más o menos detalle: la aparición del cordero degollado junto al trono; la aperción de los siete sellos del libro sagrado; las siete trompetas que destruyen mares, dan muerte a un tercio del sol y hacen caer cuerpos estelares sobre nuestro planeta; el surgimiento del Arca de la Alianza a través del templo celeste; la imagen de la Bestia; o la preparación del ejército de los justos, aquel que estaba formado por 144.000 hombres vírgenes (pues no se habían “manchado con mujeres”) y que marchó sobre el Monte Sión.

Ni que decir tiene que una narración de tales características buscaba causar la impresión en los lectores. Eso como poco. De todas formas, es preciso apuntar que el apocalipsis cristiano de San Juan no fue realmente excepcional en su tipología, y desde luego tampoco el primero en el tiempo. Sin ir más lejos, el Antiguo Testamento recoge igualmente bastantes relatos apocalípticos judíos datados en momentos muy anteriores al nacimiento de Jesucristo; entre ellos figuran el de Amós (5:16-20), el de Isaías (13:3-16), o el mucho más influyente del Libro de Daniel, donde se ofrece la impactante visión de la lucha sin cuartel entre un carnero y un macho cabrío que, en palabras del arcángel Gabriel, “se refiere al tiempo del fin”. Por otra parte, y en cuanto a culturas que nada tienen que ver con la nuestra, los vaticinios catastrofistas han sido asimismo muy comunes y hasta cierto punto similares entre sí. Se sabe, por ejemplo, que los nativos de las Islas Andaman en el Golfo de Bengala creían que un dios lo destruiría todo sin previo aviso causando un terrible terremoto, y que entre los pigmeos semang de Malasia, los aborígenes australianos, los indios salish del Pacífico Norte, o los pigmeos gaboneses, se han contado historias de esta índole que han hecho entender a sus respectivos pueblos que su tránsito por el mundo era temporal.

Podría afirmarse, por tanto, que al igual que siempre que ha habido sociedad en alguna parte seguidamente ha aparecido una religión llamada a regir y dar sentido a las existencias de la gente, casi todas las religiones (existen excepciones) han llegado por consiguiente a describir con amargura y espanto el término de sus vidas. Y en el caso de las principales doctrinas monoteístas, además, estos relatos proféticos han estado marcados por un hilo conductor común y por unos mismos orígenes rastreables en el tiempo. Esa fue al menos la postura mantenida por Guillermo Fatás en su gran ensayo titulado El Fin del Mundo (2001); un trabajo en el que, sumándose a las consideraciones mantenidas por otros destacables expertos en Historia Antigua, localizó los orígenes de nuestra tradición apocalíptica en el mundo persa, y más concretamente, en los tiempos del profeta Zoroastro (Zaratustra) en torno a los siglos VII y VI a.C. Después de ello, la larga y penosa estancia de los judíos en Babilonia explicaría la transmisión de importantes contenidos culturales entre dominadores y dominados, ocurriendo lo propio más tarde con los griegos (pues Herodoto ya dedicó en el siglo V a.C. una obra al imperio aqueménida de los persas), y con los romanos, en cuya órbita surgió de hecho la cristiandad.

Todo esto puede resultar curioso e interesante, y efectivamente lo es, además de valioso y útil para comprender cuestiones concernientes a nuestros principios culturales. Sin embargo, más nos llama la atención ahora el hecho de que entre todas las evidencias de relatos apocalípticos que aquí hemos mencionado, los orígenes siempre estuviesen marcados por una situación de fuerte crisis colectiva, de trauma generalizado, que era lo que al fin y al cabo justificaba en cada momento y lugar la redacción y difusión de ideas aniquiladoras. En el caso de los persas fue la decadencia de las espiritualidades politeístas; en el del Libro de Daniel una fuerte revuelta contra los abusos de Antíoco IV Epífanes, quien simbolizaba la continuidad de la dominación extranjera sobre los judíos tras la desaparición de los persas en Macedonia y la muerte de Alejandro; y en el de la revelación de Juan, la conquista romana de Palestina y la matanza de cristianos en Roma a manos de Nerón.

Los paralelismos se repetirían con cada nuevo caso que quisiésemos añadir a la lista. Y si bien en el mundo actual continúa habiendo movimientos y sectas que proclaman el próximo final de los mil años del cristianismo aun cuando las cuentas ya no salen (para conocer las ideas y excentricidades de algunos de esos grupos no hay más que consultar el libro de Fatás), no por ello han dejado de estar justificadas nuevas apariciones de descripciones apocalípticas, sobre todo cuando cada vez son menos los que ponen en duda la situación de alarma por la que atraviesa nuestro mundo.

La más próxima de esas descripciones tendrá lugar la próxima semana cuando se celebre en Nueva York una cumbre de la ONU pensada para exponer los riesgos más inmediatos que conllevará el incremento del nivel del mar, una de las consecuencias directas del cambio climático que sufre el planeta. Tal y como se lee en un artículo publicado por el diario El País este 15 de septiembre, tanto la mítica ciudad estadounidense -que fue azotada por la tempestad Sandy en 2012- como otros muchos lugares del mundo, se verán amenazados de no tomarse medidas inmediatas. Y mientras tanto, en nuestra cultura popular los relatos de ciencia ficción que tanta aceptación merecen en la actualidad nos muestran escenarios calamitosos en los que la humanidad, por no poder continuar habitando un hábitat agotado y destruido por su culpa, requiere de la búsqueda de nuevos mundos que colonizar, al igual que pasó hace quinientos años en Europa. El último de esos relatos nos ha sido comunicado hace unos pocos días, de hecho, y esta vez no desde las esferas de la literatura o del cine, sino desde el mundo de la Astronomía, tras el anuncio en la revista Nature de que el planeta K2-18b, situado a 111 años luz y de tamaño ligeramente superior al de la Tierra, contiene agua en su atmósfera y es potencialmente “habitable”. Asumimos, por tanto, que el lugar que poblamos (desde no hace demasiado) tiene los días contados y que la supervivencia al fin del mundo pasa por hallar otro hogar mejor conservado que el nuestro.