Siempre he sido más de andar descalza que con zapatos. Será que nunca me ha dado miedo eso de hacerme daño. Las heridas se curan, sanan y, si me apuras, te dejan una cicatriz que te recordará siempre ese momento. Nunca me ha importado herirme. He saltado al vacío y sin paracaídas todas las veces que he podido y os juro que casi siempre ha salido bien. Otras veces, las que menos, acabé estrellándome contra las piedras. Pero, qué se le va a hacer, es el riesgo que una corre cuando no piensa en las consecuencias.

De pequeña siempre me preguntaban que qué quería ser en la vida. Y quise ser muchas cosas, porque siempre se me ha dado mal eso de elegir. Bióloga, periodista, filóloga, de todo. Acabé estudiando Derecho como quien no quiere la cosa, sabiendo que dentro de mí, en lo más hondo de mí, se hallaba la respuesta a eso que tantas veces me habían preguntado de pequeña. No sé por qué me daba miedo decirlo en voz alta. Como si al decirlo ya no hubiera marcha atrás. Y las dudas empezaban a atormentar: ¿publicaré?, ¿me leerán?, ¿gustaré? Sí, yo quería ser escritora, aunque me costó admitirlo.

La primera vez que lo dije en voz alta fue el día que me atreví a saltar al vacío. Y salió bien. Desde entonces todos los días necesito estar delante del ordenador aunque sea cinco minutos, vaciando mi mente en el papel en blanco, tatuándolo con mis pensamientos y mi día a día. Se ha convertido en una especie de terapia. Hay quien hace yoga, hay quien bebe vino. Yo, yo escribo.

Por eso estoy aquí, delante de esa barrita parpadeante que me pide avanzar. Intentado no pensar en todas las cosas que tengo que hacer cuando termine, intentando disfrutar de mi momento y de mi pasión. Intentando, con todas mis fuerzas, saltar al vacío una vez más.