Esa noche estábamos todos alrededor de la mesa. Llevábamos ya varias horas comiendo y bebiendo, picando de todo un poco y llenando nuestras barrigas más de la cuenta. Pero éramos felices, solo había que vernos las caras. Con las mejillas ya encendidas por el calor de la chimenea y el vino, éramos capaces de decirnos mucho con tan solo una mirada. Habíamos esperado ese día desde hacía mucho. Un año concretamente. Desde hacía un mes habían empezado las compras: había que mirar precios, comparar calidades, decidir la mejor opción y llenar el carro. Muchos días de idas y venidas que hicieron que el estrés se disparara y más de uno tuviera que tomar una dormidina para conciliar el sueño. Y no me refiero a aquellos que esperaban ansiosos la llegada del visitante de Laponia. Todo debía ser perfecto, al milímetro. Aunque se supiera que después iba a sobrar comida durante un par de semanas, aunque se supiera que iba a dar igual si la salsa estaba sosa o el vino demasiado fuerte. Todo eso se volvía banal en el momento en el que nos sentamos en esas sillas que, negaremos si nos preguntan, tuvimos que tomar prestadas de la casa del vecino (entonces de vacaciones) porque las nuestras eran insuficientes.

Y así ocurrió, un año más. Casi como en El día de la marmota, sacamos el viejo bingo de manera automática. Todos teníamos preparados los céntimos, que habíamos ido recolectado durante las últimas semanas y todo con el fin de poder ponerlos sobre la mesa y jugarse el doble por capricho. El mayor botín serían un par de euros, pero había que conseguirlos como fuera. Y entre “¿ha salido el dieciséis?”, "¿puedes hacer un recuento?” y “¡línea!, ay, no”, se fue dando la noche. Hasta que empezaron las típicas conversaciones incómodas hacia los más pequeños, y tú ¿qué quieres ser de mayor? Astronauta y policía triunfaban en las apuestas pero la que ganó fue la de “hotelera”. Así, la pequeña Luna dejó con la boca abierta a más de uno y a la madre con una sonrisa en la cara. “Voy a coger un hotel y lo voy a reformar. Y vosotros me ayudaréis”. Las ideas claras, pensé yo. Ya me hubiera gustado a mí con cinco años tener unas convicciones tan firmes y, sobre todo, tan originales. No sé si la pequeña Luna lo conseguirá, no sé si el año que viene, rodeados de céntimos y bolas blancas con números minúsculos, Luna nos confesará que ha cambiado de idea y que le seduce más convertirse en matemática o bien nos contará cuántas habitaciones son necesarias para hacer un buen negocio.

Sea como sea, espero que su sueño se cumpla.