El 25 de junio de 1609, el navío inglés Sea Venture, que se dirigía a la jovencísima colonia de Jamestown con su nuevo gobernador a bordo, se separó del resto de la flota con la que viajaba al ser sorprendido por un violento huracán, y durante tres días naufragó por las aguas del océano Atlántico hasta encallar finalmente en los arrecifes de las islas Bermudas. En circunstancias normales, ningún barco de origen británico hubiese osado detenerse en aquel extraño paraje, que los marinos conocían con el turbador nombre de “isla de los diablos”, pero aquel momento en concreto -de abrumadora excepcionalidad- obligó a los ciento cincuenta pasajeros de aquella embarcación a cometer el atrevimiento, lo cual además de salvarles la vida a todos, permitió la verdadera exploración del archipiélago y su correspondiente adhesión a su reino, al que sigue perteneciendo en la actualidad.

Con todo, lo que entonces convirtió este hecho singular en noticia fue que, a diferencia de las otras muchas travesías interoceánicas que en aquella época se habían saldado con un final frustrado, aquí la tripulación no solamente sobrevivió, sino que meses después apareció como por arte de magia frente a las costas norteamericanas -donde sus antiguos compañeros los habían dado a todos por muertos- tripulando barcos nuevos cargados de exóticos alimentos frescos. Diversos relatos, más o menos ajustados a la realidad, se encargaron sin perder un minuto de describir los detalles de aquella insólita hazaña; la carta de William Strachey, A True Reportory of the Wrack [Verdadera relación del naufragio], de 1610, es el ejemplo más conocido; pero también cabría mencionar otros dos textos que fueron estampados simultáneamente y que de una manera precoz ya hacían alusiones directas al contacto de la civilización europea con otra muy distinta, mucho más primitiva y hasta ese momento desconocida: el Discovery of the Barmudas de Sylvester Jourdan, y la True Declaration of the estate of the Colonie of Virginia, unos escritos que, por lo demás, se interesaban asimismo por los tumultos y las sublevaciones que en ocasiones pudieron producirse en aquellas primeras expediciones.

Parece haber un cierto consenso entre los estudiosos del tema al determinar que las mencionadas publicaciones, como el propio hecho en sí, sirvieron de inspiración a William Shakespeare a la hora de componer la que sería la última de sus obras, La Tempestad (1611); y de hecho, lo que se nos presenta en este drama es la historia de un naufragio muy similar al descrito arriba, con la notable diferencia de que en el modelo ficticio el accidente en cuestión tiene lugar en el mar Mediterráneo, que a principios del siglo XVII era infinitamente mejor conocido que el Atlántico Norte. Así pues -y respetando fielmente los gustos temáticos comunes en el autor-, la obra nos ofrece la historia de un antiguo duque de Milán que, por haberse consagrado demasiado al estudio de sus libros de filosofía, fue repentinamente expulsado del poder por su propio hermano, acabando de ese modo junto a su hija en una ignota isla localizada en algún punto entre Europa y África. La trama, partiendo de esta premisa, nos sitúa años después, cuando por caprichos del destino, el ambicioso hermano usurpador se encuentra navegando a casa tras asistir a una boda en Túnez y el legítimo duque -dominando ya gracias a sus libros las ciencias ocultas- provoca una terrible tormenta que conduce a toda la comitiva del falso condotiero a las playas de la isla.

En lo más básico, el romance de Shakespeare habla del penoso conflicto personal padecido por un hombre culto e idealista que lo pierde todo al ser injustamente agraviado por otro individuo -tan cercano a él-, quien, sin estar para nada preocupado por ninguna forma de ejercicio intelectual, es en cambio mucho más práctico y resoluto que el anterior, lo que en última instancia le lleva a sacar adelante sus oscuros intereses. Es, por esto mismo, un verdadero drama renacentista en el que desde el principio saltan a la palestra las dos personalidades clásicas de la época, bien claras y decantadas en sus respectivas personalidades. Pero La Tempestad es al mismo tiempo mucho más que eso, porque el autor hace que este combate entre los dos hermanos “civilizados” que se enfrentan por la posesión territorial de su ducado en Italia, se libre en un paraje externo, lejano, y ajeno a toda forma de civilización, donde sin embargo ya habitaban gentes cuando ellos llegaron. La adhesión de Shakespeare a los debates que en esos momentos suscitaban las diferentes posturas esgrimidas en el “discurso colonialista” es más que evidente. Inglaterra ya contaba al fin y al cabo con su propia historia colonial en el Nuevo Mundo, con todo lo que ello podía implicar.

En el año 1555, el corsario John Hawkins, famoso por lo mucho que disfrutaba matando a sus rivales, formó una expedición a la costa occidental africana para convertirse en el primer inglés en comerciar con esclavos negros. Posteriormente sería honrado por la reina Isabel I con el título de caballero, y en compañía de su primo segundo Francis Drake realizaría diversas incursiones en los territorios virreinales españoles, cuyas aguas fondearían ambos con total libertad, saqueando fuertes y robando el oro y la plata de los robustos galeones que viajaban a Sevilla. Al mismo tiempo, y cuando el sueño por alcanzar el paraíso especiero de Asia continuaba vivo en todas las potencias europeas, desde la pérfida Albión se diseñaron peligrosas travesías en pos del hallazgo definitivo del paso del noroeste. El aventurero Martin Frobisher se atrevió a partir de 1576 a recorrer los laberínticos pasillos de hielo existentes en torno a la isla de Baffin, y en futuras misiones, ya cegado por el objetivo imposible de encontrar oro verdadero, fue responsable del secuestro y asesinato de varios inuits. Otros valientes emprendieron periplos similares con posterioridad; factorías y casas de piedra se construían muy al norte mientras en las hermosas playas del Caribe aparecían piratas anglófonos ahorcados en estacas de madera para que la marea los tragase una vez y después otra.

Fue el eminente corsario Walter Raleigh, escritor entre otras cosas de una Historia del mundo (1614), quien por vez primera obtuvo de la reina una carta real para colonizar a partir de 1584 América del Norte. Las preliminares expediciones colonizadoras se centraron en el asentamiento de Roanoke, en la actual Carolina del Norte, que con el tiempo sería tildada con el sobrenombre de “la colonia perdida” debido a la fiera resistencia ejercida por los indios locales contra la forzosa asimilación que pretendían sus nuevos habitantes. En 1590, el artista John White se desplazó al asentamiento (del que había sido nombrado gobernador) y se encontró con que sus más de cien habitantes habían desaparecido misteriosamente; no había signos de violencia, ni señales de desorden, ni tampoco estructuras quemadas, pero allí ya no quedaba nadie y en uno de los postes de la valla se detectó la palabra grabada “croatoan”. Después, la siguiente colonia levantada en Norteamérica fue la de Jamestown, con la que dábamos comienzo al artículo, en el año 1607. Ubicada a orillas del río James -en honor al nuevo rey de la dinastía Estuardo, Jacobo I-, su fuerte fue en esta ocasión instalado a toda velocidad y para 1610 ya había perdido las tres cuartas partes de su población a causa del hambre y de los ataques de los indios Powhatan, con lo que ocasionalmente sus pobladores hubieron de recurrir al canibalismo.

Vista la dramática dirección que tomaban los acontecimientos siempre que un asentamiento europeo trataba de imponerse sobre los derechos de los nativos en su propia tierra, uno de los pocos personajes sensatos de la obra de Shakespeare, el consejero Gonzalo, proponía este gobierno alternativo: “En mi Estado lo haría todo al revés / que de costumbre, pues no admitiría / ni comercio, ni título de juez; / los estudios no se conocerían, ni la riqueza, / la pobreza o el servicio; ni los contratos, / herencias, vallados, cultivos o viñedos; / ni metal, trigo, vino o aceite; / ni ocupaciones: los hombres, todos ociosos, / y también las mujeres, aunque inocentes y puras; / ni monarquía…”.