Los Juegos Olímpicos son seguramente el acontecimiento mundial con más resonancia y mayor prestigio. En realidad, soplan sobre la barca de los JJOO vientos muy favorables: no sólo porque desde hace 150 años el deporte goza de muy buena fama, sino también porque el espíritu competitivo, guste o no a ciertos pedagogos, parece muy arraigado en los humanos, que tienen dificultades en asumir lo que dijo el barón Pierre de Coubertin, que lo importante es participar, no ganar. Se trata, además, de una competición deportiva que se proclama heredera directa del olimpismo de la Grecia clásica. Buenos vientos, pues, para los Juegos. Buenos padrinos.

Por tanto, no es nada extraño que con estos mimbres se quisiera hacer un buen cesto. El Comité Olímpico Internacional fue constituido en 1894, y dos años después puso en marcha los primeros Juegos de la era moderna. Desde entonces han pasado 108 años. El cesto ahora ya es un capazo. Se ha ido ensanchando sobre todo durante el larguísimo reinado de Juan Antonio Samaranch que, con un olfato empresarial particularmente fino, se avanzó a la propia industria deportiva.

Hoy el Comité Olímpico Internacional es un organismo privado con más poder, más presupuesto y más influencia que la mayoría de instituciones y gobiernos del mundo. Las ciudades que obtienen unos Juegos saben que van a hacer una transformación urbanística colosal y que van a atraer la atención de centenares de millones de personas. Es innegable, por ejemplo, que Barcelona aparece de otra forma en el mapa de las ciudades del mundo desde que en 1992 fue sede de los Juegos Olímpicos. De aquí que hoy muchos se pregunten: ¿y todo esto es malo?

PERO LApregunta no tendría que ser ésta. Los Juegos Olímpicos no sólo no deberían ser malos, sino que deberían ser positivamente buenos. El barón de Coubertin los presentaba como un instrumento para que la juventud aprendiera "el amor por la paz y el respeto a la vida". Claro está que los buenos deseos no sólo deben predicarse, sino que también deben practicarse. Y el llamado "movimiento olímpico" predica mucho, pero practica poco, ya desde su mismo inicio.

El COI es un organismo independiente que funciona por cooptación de sus miembros. Esto significa que los dirigentes del COI se eligen entre ellos. Este método no es esencialmente malo, pero sí extraordinariamente peligroso, porque conduce al aislamiento, a la falta de crítica y a la perpetuación de los vicios. Bien mirado, ¿por qué se escandalizan los dirigentes del COI con los casos de corrupción entre sus miembros?

No deberían hacerlo. Al fin y al cabo, el COI tiene miembros en activo que ya han sido condenados por corrupciones varias --políticas y económicas-- en sus países. Y los hay que no han podido ser condenados a pesar de pertenecer a regímenes autoritarios, sencillamente porque son ellos quienes los controlan. En el COI, pues, la corrupción no es sobrevenida, sino interna. Los pobres comités de ética que el propio COI designa, ¿qué pueden hacer? Tal vez atacar un poco la carcoma, pero no podrán cambiar los muebles.

La mística del movimiento olímpico no se ha destacado nunca por ser innovadora ni avanzada. De hecho, en 1894 las mujeres fueron excluidas adrede de los Juegos, y no fueron aceptadas hasta 1928, cuando ellas, por su propia cuenta, ya iban ganando presencia y voto. El COI siempre ha ido a remolque, siempre se ha adaptado. Lo hizo concediendo en 1936 los Juegos al Berlín de Hitler, o inaugurándolos como si nada en el México de 1968, pocas semanas después del asesinato masivo de manifestantes en la plaza de las Tres Culturas. También resulta muy aleccionador escuchar las palabras emocionadas --y grabadas-- que Samaranch dedicó a Fanco, a la juventud y al deporte el día que murió el dictador, y compararlas con otros discursos suyos posteriores en que explicaba al mundo qué era esto de la democracia.

Ahora mismo, en tiempos del terror internacional, el COI está especialmente preocupado por la seguridad. En Atenas habrá 50.000 policías griegos y los servicios de seguridad de otros países, con un presupuesto global que supera los 1.000 millones de dólares. Pero si al final ocurre alguna desgracia --como en los JJOO de Múnich en 1972--, los juegos no se detendrán. Está claro que se quiere proteger la vida de los atletas, pero siempre para proteger los Juegos, su continuidad y la del Comité Olímpico Internacional. Se ha olvidado muy rápidamente que, en el territorio griego de Olimpia no se podía acceder armado.

Mientras se hace todo esto, se invoca, eso sí, al espíritu de "la familia olímpica". Pero ¿qué familia? ¿La que no tiene ningún escrúpulo en pactar con dictaduras, favorecer la especulación, negociar con el esfuerzo --a menudo inhumano-- de muchos atletas? ¿La que favorece el eslogan "más alto, más fuerte, más lejos", pero que mira con desconfianza la iniciativa de los Juegos Paralímpicos y se desentiende de la expansión del deporte como método de formación integral para todos los individuos?

Hoy comienza otra edición de los Juegos Olímpicos. Con la misma rancia retórica que las anteriores. Y con una práctica lamentablemente igual.

*Catedrático de Filosofía