En nuestra sociedad hay muchas personas que van con la lengua fuera, pretendiendo parecerse a unos entes quiméricos, perfectos, inalcanzables. Bajo el bombardeo de la publicidad, las revistas de moda, el último canon metrosexual y la competitividad, el ser humano parece quedar socialmente reducido a las apariencias, a su imagen física, a la vez que va siendo fragmentado, cosificado y reducido a nalgas, arrugas, patas de gallo, estómago, cartucheras o centímetros de cintura o de pechos, según unos patrones de belleza estandarizados y pertenecientes a los mundos del papel cuché, de las pasarelas y de los Kens y las Barbies . Los estragos producidos por la dictadura de esa apariencia inaccesible son enormes.

Acaba de empezar el Masters de tenis de Madrid y ahora los chicos recogepelotas de toda la vida se han visto sustituidos por unas modelos cuya misión principal es contribuir al espectáculo con sus cuerpos, sus posturas y sus movimientos. Se corre el riesgo así de que toda una legión de muchachos y muchachas saquen una conclusión más que peligrosa: o te atienes a lo que vende en el mundo de la oferta y la demanda de la gente guapa o seguramente vas a ser rechazado por ser un tipo normal, del montón, ni guapo ni feo, sino todo lo contrario. A ello se añade otro inconveniente: más de un gran tenista, incluido el director del Masters madrileño, Manolo Santana, comenzó su periplo deportivo como recogepelotas. Ahora, con esas amnesias de los propios orígenes, quizá algún muchacho con tanta afición como escasos recursos encuentre más dificultades en tener una oportunidad: ni tenista, ni recogepelotas, ni siquiera (le faltan curvas y palmito) cheer leader en cualquier cancha.

LA VIDA SE convierte entonces en una carrera imposible hacia un peso, unas medidas, una musculatura y una eterna juventud que están al alcance de casi nadie. Y es que una cosa es el cuidado del propio cuerpo o el esmero en resultar agradable ante los demás y otra bien distinta la autoimposición de unos cánones estéticos que conducen a menudo a la no aceptación de uno mismo, incluso a la huida de sí mismo.

Por todo ello, en nuestra sociedad crece el número de quienes van deslizándose imperceptiblemente hacia una sensación de infortunio, rechazo y encubrimiento. Se intenta disimular la edad, el paso del tiempo, los cambios naturales del cuerpo. Se pretende negar la propia identidad, los rasgos físicos que no se acomodan a los cánones estéticos del mundo rico, bien, fofo, acomodado y publicitado. Consciente o inconscientemente, uno se compara con ese hombre o esa mujer guapos, perfectos, ideales, y se siente derrotado, vencido, inferior, imperfecto. Se recurre entonces a las dietas, a los gimnasios, a los más variopintos cosméticos, pero al final se desemboca en un sentimiento sistemático de desgracia, cuando no en trastornos de conducta alimentaria tan corrosivos como las anorexias y las bulimias nerviosas.

Ya en la Grecia clásica, al lado de un canon de belleza ideal que podemos constatar, por ejemplo, en la escultura de Policleto o Praxíteles, se tenía un concepto de excelencia o de perfección que apuntaba fundamentalmente a valores profundos, más globales e integradores, como la honradez, la justicia, la virtud, la coherencia, el cultivo de la mente y del espíritu, la profesionalidad, la generosidad, la sinceridad, la amistad, la bondad. Podríamos preguntarnos si también en nuestra sociedad y nuestra cultura se tienen y se proponen como valores reales estas dimensiones del ser humano. Ateniéndonos a los hechos, hoy la respuesta no invita precisamente al optimismo.

VALE LA MARCA, la fama, la apariencia, ajustarse al éxito fácil, salir en la tele o en las revistas de gran tirada. Y "valer" significa básicamente pragmatismo, dinero rápido y fácil, guapura, la epidermis más superficial del ser humano. Los cientos de miles de candidatos a ser elegidos como miembros del Gran Hermano de turno, las decenas de desocupados y parásitos que ocupan cada día la pantalla de nuestros televisores en los programas de telebasura o las portadas de las revistas del corazón no son precisamente un paradigma de excelencia humana. ¿Es comprensible la dificultad de recomendar y animar hoy una excelencia basada también y sobre todo en el desarrollo integral y cabal de cada persona? Pues bien, a pesar de todos los pesares, esa tarea, además de necesaria, ha de ser una apuesta y un orgullo para todos, sea cual sea su sexo, edad y características individuales.

*Profesor de Filosofía